Verde colina
Recuerdo la mirada de los niños asesinos en aquel campo de refugiados. Desde la avioneta sobre las verdes colinas de Tanzania se veía una inmensa olla humeante junto al río Kágera que marcaba la frontera con Ruanda y en aquel campo de Benalco había 250.000 hutus hacinados que se movían entre el terror y el odio. Lo que más me impresionó de aquel infierno fue la mirada de algunos niños. Permanecían durante horas mirando el horizonte con los ojos neutros, paralizados, sin pestañear. Eran los niños que habían matado a alguien. Estaban de pie, inmóviles, al borde de los caminos o sentados junto a los. plásticos de la tienda de campaña bajo la lluvia. En su rostro no había expresión alguna que pudiera denotar cualquier sentimiento, ni siquiera de tristeza. Al entrar en el campo de refugiados por la mañana los velas en esa actitud desde el furgón que se abría paso en medio de una multitud agitada- por el hambre. Cuando abandonabas el campo a la caída del sol volvías a pasar por su lado y sabías que no se habían movido ni habían dejado de mirar un punto fijo del horizonte de Ruanda durante todo el día. En aquel infierno de Benako había otros ojos, otras miradas de odio y de inocencia. Estaban también las córneas amarillas de centenares de niños que agonizaban en los pabellones del cólera, la melancolía en la mirada de algunos viejos de 40 años, la resignación animal de innumerables madres que sentían morir a. sus hijos sin lágrimas colgados de sus pechos. Ellas sabían que habían muerto cuando su hocico de pronto había dejado de chupar. Entre todas las miradas del campo de refugiados no había ninguna que fuera tan terrible como la de aquellos niños que atisbaban sin pestañear un punto en el horizonte donde estaba el cadáver que ellos habían engendrado como un rito de iniciación con un hacha. En Benako había aun niño todavía de ojos puros. Se hizo muy amigo mío y me seguía a todas partes. ¿Dónde estará? ¿Lo habrán matado? ¿Se habrá convertido ya en un asesino?
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