¿La política sofocada por el derecho?
Un político, desde el Gobierno, se precipita en caída libre hasta las profundidades de 1956 en busca de coartada legal para desobedecer una posible decisión incómoda del Tribunal Supremo relativa a esa miseria (moral, política y jurídica) que son (y difunden) los dichosos papeles del Cesid. Simultáneamente, otro político, éste desde la oposición, descubre y postula la recuperación ampliada del "ácto político", celebrándolo, además, como una, sena de identidad del Estado democrático. Un tercero -¡qué importa ya en esto si desde la oposición o desde el Gobierno!- le dice al primero que tiene capacidad le gal para semejante acto de resistencia. Todo ello en un contexto del que forma parte la machacona e insidiosa sugestión de lo terrible que sería un "gobierno de los jueces" (?). De lo antidemocrática que resultaría la asfixia de la política en la horma de lo jurídico.Creo sinceramente que un examen riguroso de lo que ha sucedido y de lo que ahora sucede entre nosotros evidencia lo falaz de ese discurso; que, en ciertos casos -y más si se repara en alguna chusca imagen de sabor náutico, propuesta como. ejemplo-, podría considerarse ofensivo para la inteligencia del destinatario.
Las relaciones entre política y derecho siempre registran algún punto de tensión, y es natural, pues la forma Estado de derecho -que es la constitucional actual- es un sistema de límites autoimpuesto por la democracia política, como reconocimiento de su demostrada incapacidad para regularse sólo políticamentes sí misma. El resultado es que el poder legítimo no pueda hacer algunas cosas, como no debe dejar de hacer otras; y, en general, sus actuaciones siempre tendrán que soportar el condicionamiento más o menos. inmediato, más o menos intenso de algún referente normativo:
Aquí, después de 1982, se ha especulado mucho sobre lo cuestionable de esa fórmula en presencia de una mayoría hiperlegitimada por las urnas. Casi vino a decirse que las garantías jurídicas tenían su ámbito propio de aplicación en el supuesto de gobiernos no democráticos, o menos democráticos. Con el guiño, incluso, de que un proyecto en alguna medida providencia! e histórico precisaba y hasta tenía derecho a un mayor márgen de maniobra, lo cierto es que, al fin, los mecanismos políticos de control fueron amortizados y se huyó de los jurídicos de una forma que hoy produce escándalo. Además, para favorecer esta huida se actuó sobre el órgano de gobierno del Poder Judicial, e indirectamente sobre la jurisdicción, de la forma que se conoce.
De este modo, durante más de una decena de años el derecho no molestó apenas en la gestión de la política, y ésta pudo campar a sus anchas, libre incluso de la brida parlamentaria. Ello como consecuencia de la reiteración de mayorías consistentes y de la endémica debilidad de la oposición. Y así nos ha ido.
Pues bien, lo que ahora sucede es bastante simple: responsabilidades, políticas no depuradas en su espacio natural y en su momento, y posibles responsabilidades penales de una gravedad extraordinaria confluyen en algunos procesos penales, y en algunos órganos judiciales. De lo extraordinario de las responsabilidades da idea el hecho de que ya sólo se discuta si los crímenes son de mucho o poco Estado.
Es evidente que la naturaleza de los temas, la significación de los implicados y la corrosiva pendencia de esa responsabilidad política por exigir aportan a las vicisitudes procesales una dimensión de demanda de publicidad atípica. Pero después de tantas omisiones y descontroles, tales casos están en el juzgado, que es lo que constitucionalmente corresponde. Y de él no hay más que una vía de salida: el juicio y la sentencia.
Éste es el hecho cierto: los crímenes -ya que de crímenes se trata- tienen que enjuiciar los los jueces. Y por hacerlo, éstos no echan ningún pulso al Estado. Primero, porque frente al crimen -aunque fuera de Estado-, el Estado son ellos, que operan por imperativo de la Constitución y de la ley. Y les asiste toda la legitimidad , democrática, pues una y otra, lejos de oponerse a la soberanía popular, son su expresión más genuina; un dato que quiere olvidarse y, sobre toldo, hacerse olvidar ahora.
De este modo, el problema no está en el fantasma de un disparatado control judicial capilar y total de la política, suscitado con puros fines distractivos y que, evidentemente, nadie pretende. El verdadero problema es que quienes, abusando de aquélla y quebrantando todas las reglas, malversaron el poder y el dinero obtenidos del electorado -cuandootros desde la propia política debían y pudieron haberlo impedido y no lo hicieron- se resisten, una vez más, a la aplicación de la legalidad democrática.
En ese cuadro resulta por lo menos curiosa la sospechosa reiteración con que se acude al inquietante argumento del secreto. Después de lo que ha costado reducir su radio de acción en la política y en las instituciones, incluidos los. tribunales, ahora parece ser el curasana de todos los males. Pero también aquí el discurso racional y no desmemoriado produce consecuencias interesantes.
En el caso del secreto de los papeles, a la pretensión de invertir la pirámide normativa para asegurar su mantenimiento, sigue ahora un jeremiaco discurso sobre las posibles consecuencias que para el Estado español acarrearía su eliminación. Y, como en lo demás, se tiende a la descontextualización. y a desplazar la atención del verdadero centro de gravedad del asunto. Todo porque no se quiere vaciar en los tribunales las inmundicias de algún macabro archivador, cuyo contenido, mientras, salpica y mancha a quien lo guarda.
El "acto político" es la coartada. Como tema ha dado mucho que hablar, pero puede decirse que había llegado a ser pacifico en su alcance; necesariamente limitado, desde que también para él hay reglas. Por eso no puede aparecer más sospechoso el precipitado y artificioso intento de recuperación a gran formato que ahora se postula. Pues lo cierto es que aquí no hay ninguna insensata cruzada judicial para clausurar el espacio de la política como tal, sino sólo la turbia reivindica-
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¿La política sofocada por el derecho?
Viene de la página anterior ción de una modalidad degradada de ésta que, después de haber facilitado la amplia difusión de conductas criminales en el interior de las institucioñes, se reitera ahora para obstruir su persecución. Tal es el nudo de la cuestión y el problema. Por ello, quienes se afanan, en ese empeño distractivo a costa de la peculiar categoría del "acto político", heredada de la monarquía absoluta, sabrán por qué lo hacen; pero es dudoso que les preocupe seriamente la política, al menos como política democrática. Una acción criminal realizada contra Constitución y contra ley en un marco político no puede recibir el amparo de la política sin que ésta resulte dos veces envilecida.
También el secreto sumarial se ha visto llamado en causa en este asunto, con la sugerencia implícita de, que la apertura in formativa de las actuaciones judiciales en curso, en perjuicio de aquél, sería tanto o más grave que las propias conductas que se persiguen. Por eso con viene, recordar lo que es y no es esta institución procesal, curiosamente de ascendencia no demasiado lejana a la del "acto político", y tradicionalmente quebrantada, sobre todo, desde el Ejecutivo para rentabilizar éxitos policiales. En cualquier caso, lo cierto es que la publicidad es hoy, antes que nada, una garantía del imputado.
El proceso de inspiración de mocrática se ha formado contra el secreto especialmente débilitado al haberse franqueado todas sus fases a la intervención de las partes. Por- eso, la exclusión de la pyblicidad procesal en términos absolutos sólo se justifica por, la necesidad, concreta dé asegurar, la, eficacia en los resultados de la investigación; y su atenuación, cuando estuvieran en juego intereses personalísimos, en benefició de la víctima y para no agravar su situación. Así, el secreto se encuentra hoy en claro retroceso, no obstante lo cual en la generalidad de las actuaciones de, iridagación, prevalece cierta discreta reserva. Algo distinto es lo que sucede con las causas seguidas a sujetos públicos por actos delictivos cometidos en el de sempeño de funciones de ese carácter. Aquí resulta tan difícil razonar el secreto como frenar la presión informativa; aún más explicable cuando como suele ocurrir- a las vicisitudes procesales se yuxtapone una justa demanda de depuración, de responsabilidades políticas sistemáticamente frustrada. Es por lo que, más bien, cabría preguntarse si la naturaleza de los bienes y valores en juego no debería imponer como regla el máximo de transparencia.
Pues bien, ésta es la clave en la que hay que leer ese curioso despertar de la añoranza del secreto de sumario; inquietud que, naturalmente, responde a un interés que no es el de preservar las esencias procedimentales. Sólo se trata de seguir aplazando el juicio político pendiente, mientras se siembra de trabas la marcha del juicio judicial. Esto es lo que hay y no otra cosa, porque de verdad: ¿alguna persona sensata puede pensar que la gestión política de este país tiene un obstáculo en los jueces? ¿Habrá quien crea seriamente que el quebrantamiento del secreto de sumario en casos como el de los GAL es un problema para la democracia española?
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