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Reportaje:PLAZA MENOR: CANALEJAS

Cuatro calles

A esta mínima y crucial encrucijada del centro de Madrid siempre la llamaron los madrileños "las cuatro calles", como si se tratase de una plaza de pueblo, un nombre familiar para un espacio eminentemente público y emblemático donde se concentran por geománticas y esotéricas cuestiones los poderes bancarios representados en las soberbias moles de sus sedes capitales, los, poderes políticos que fluyen del Congreso a la Puerta del Sol por la Carrera de San Jerónimo, los contrapoderes de la farándula teatral, cuatro teatros en un radio de 400 metros, y los turbios meandros de la golfería nocturna y lumpen que asoman por la triste embocadura de la calle de la Cruz."Las cuatro calles" figuran hoy bajo la advocación de Canalejas, en memoria del ilustre orador liberal, tres veces presidente del Consejo de Ministros, que vio truncada su triunfal carrera de prócer por una bala asesina que le metieron a traición cuando paseaba plácidamente por la Puerta del Sol deteniéndose ante los escaparates de las librerías. El atentado ocurrió el 12 de noviembre de 1912, y unos años después los madrileños trasladarían su recuerdo a mitad de camino entre las Cortes, escenario de sus éxitos, y la Puerta del Sol que lo fue de su muerte.

Las cuatro calles son: Sevilla; emparedada por las entidades de crédito; la Carrera de San Jerónimo, cuyas instituciones más notorias son el Congreso de los Diputados y el restaurante Lhardy; la del Príncipe, gran vía del teatro madrileño que nace del Español en la plaza de Santa Ana y desemboca en las cuatro calles, pasando por el teatro de La Comedia, dos coliseos dedicados ahora al teatro clásico con añoranzas de antiguo corral de mosqueteros. Pese a su majestuosa denominación, el teatro de la Reina Victoria, en la Carrera, a dos pasos de Canalejas, es el más frívolo de la programación. La cuarta calle es la de la Cruz, oscura y prostituida donde apenas son un recuerdo sus tabernas castizas y taurinas, un estrecho y sombrío túnel poblado por fantasmas del pico que venden sus despojos para procurarse una dosis siempre letal que un día les transformó en muertos vivientes.

La plaza de Canalejas es demasiado pequeña para albergar tantos materiales de aluvión a los que hay que sumar en horas diurnas el salvaje aparcamiento de furgones, furgonetas y turismos acampados por su cuenta. La plaza de Canalejas se desahoga, pero poco, en un paso subterráneo que, cuando se construyó en los años sesenta, era todo un símbolo de modernidad, cutre modernidad que le consagró rey por un día del underground madrileño e hizo vivir horas de éxito a algunos de los primeros comercios que se instalaron en un pasaje que hoy 'tiene todos los síntomas de la desidia y el abandono.

En este entorno se abrieron los cafés más polémicos y bullidores del Madrid decimonónico como el Suizo o la Fontana de Oro, hoy rememorada y recuperada como taberna irlandesa-galdosiana en las proximidades. Hoy, en la discreta plaza, el café más antiguo es el más nuevo, pues se trata de un antiguo establecirmento de joyería reconvertido. La otra sede de la misma firma de joyería, Aleixandre, alberga ahora un McDonalds en la Red de San Luis. Como simpar testimonio de pasados esplendores permanece la confitería. La Violeta, una bombonera fiel a su denominación de origen, un minúsculo y ejemplar comercio, popular y exquisito.

La plaza de Canalejas ofrece un curioso enfrentamiento arquitectónico, el rotundo y amazacotado edificio de piedra caliza del Banco Hispanoamericano contra un imposible palacio de estilo neoespañol, la casa de Allende, amalgama de las artes decorativas ibéricas y de la desbordante imaginación del arquitecto don Leonardo Rucabero, que murió antes de ver concluida su quimérica creación, hoy ensabanada con pancartas que anuncian oficinas de lujo en alquiler.

La plaza de Canalejas es un lugar de paso porque casi no hay espacio físico para detenerse, salvo que recurramos al subterráneo o entremos en algún establecimiento, camisería, joyería, cafetería o cambio de moneda. En la plaza de Canalejas se ha vuelto difícil rastrear la pista de su antigua y heteróclita personalidad en la que se fundían políticos y toreros, banqueros y cómicos, bohemios y funcionarios, sablistas y poetas recién llegados a la corte. Una simbiosis en la que todos tomaban algo prestado de alguien, los oradores parlamentarios, metáforas taurinas, y los banqueros, labia bohemia para negar un crédito ante un sable desenfundado.

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Demasiadas reformas, se quejaba Ramón Gómez de la Serna en su Elucidario de Madrid paseando por la calle de Sevilla: "Rectilinizada la calle y aclarados sus laterales, la superfauna ha tenido que huir y guarecerse entre piedra y piedra de sillería de los grandes edificios, en estrecho nidal de salamandras". Para Ramón las cuatro calles eran "el transcorazón de Madrid, ese revés de la ilustre víscera en que se fraguan el sentimentalismo y la fantástica esperanza". Mas no hay sentimentalismo que valga a la sombra de las cúpulas bancarias o sobre el asfalto blindado de automóviles, bajo el concierto de las cajas registradoras y de las bocinas electrónicas. La plaza de Canalejas parece que se está borrando poco a poco del callejero, encallejándose y perdiendo su cualidad de glorieta para quedar en esquinazo.

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