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Tribuna
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Ladridos de ultratumba

Juan José Millás

Ese suicida que se agarró a un beso lo mismo habría desistido si le hubieran pedido fuego o la hora. Los suicidas, por lo general, preferirían no llevar razón, estar equivocados, de ahí que enciendan un Marlboro antes de arrojarse al vacío. Entre calada y calada puede llegar, además del cuerpo de bomberos, el argumento para no matarse. Unas veces es un beso, otras un clavo ardiendo, depende de quién esté de guardia en el Samur. Si te toca un pesado, lo mismo se pone a hablar del rosicler de la aurora, de los amaneceres o del rumor del mar en las noches de octubre, y no tienes más remedio que dejarte caer.En Madrid no hay mar, aunque desde el Viaducto parece que se ve, pero los líricos de guardia siempre se las arreglan para sacarlo a colación. Yo llamé un día al Teléfono de la Esperanza y me hablaron del rumor de las olas. No sabemos por qué el mar y los amaneceres se utilizan tanto en situaciones semejantes; debe de ser una cuestión hormonal. Juan Carlos, el hombre delgado, tuvo suerte: le tocó una mujer pragmática, Carmen Montiel, que cuando observó la escenografía del Marlboro y todo eso comprendió enseguida de qué iba la cosa, así que le pidió un beso y el otro vio cielo abierto.

Ramallo estaba también a punto de suicidarse arrojándose desde el escaño desde el que tanto ladraba contra el banco azul, cuando decidió encender un Marlboro por si en el ínterin llegaban los bomberos. Aseguran que pasó Rato hablándole de los amaneceres y del mar, o sea, ofreciéndole la Transmediterránea, Aldeasa, Tabacalera, etcétera, pero él continuaba impasible, dándole caladas a su cigarrillo y enseñando los dientes al que se acercaba, hasta que se presentó Aznar y le pidió lo mismo, pero "con cariño", eso dice él, o sea, que aceptó la Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Banco de España; Ha jurado que en cuatro años no vuelve a matarse. En cambio, en Pekín, que desde lo de la economía global está en Vallecas, una mujer de 55 años envenenó a su hija y a sus dos nietos porque no la querían. Esto es lo que en términos clínicos se llama un suicidio inverso: ya que uno siempre se mata contra alguien, a veces es mejor ir al grano.

Lo importante, pues, para abortar un suicidio no es tanto que te ofrezcan como que te pidan. Mientras Rato le ofrecía presidencias a Ramallo, éste no dejaba de mover los pies sentado al borde de su escaño, sobre el acantilado del Parlamento. En cambio, llegó, Aznar le pidió un favor o la hora, no estamos seguros, y el muerto se fue tan contento a la Comisión de Valores. A Juan Carlos le pidieron un beso, lo malo es que después del tratamiento no le espera la presidencia de Aldeasa ni de la Transmediterránea, tampoco una poltrona en el Consejo del Banco de España, así que no sabemos.

Lo cierto es que una vez que uno ha estado al borde del precipicio, se queda un poco muerto para siempre. La mayoría de los suicidas fracasados no repiten porque en realidad ya no les hace falta. Durante esos minutos en que fumaban un Marlboro se les rompió algo dentro o se les murió aquél o aquélla contra quien se mataban. Madrid está lleno de esta clase de muertos de segunda categoría. Los ves en la calle, en el metro en las oficinas, y se te ponen los pelos de punta por la discreción con la que llevan su funeral.

Ese vendedor de enciclopedias ya se suicidó cuando era representante de máquinas de coser, y aún antes había sido habilitado de clases pasivas, funcionario de prisiones y podólogo. Lleva más de siete vidas matándose de forma minuciosa, pero siempre regresa al punto de partida, como si la existencia fuera también redonda o circular. Y en tantas vidas todavía nadie le ha pedido un beso ni la hora, ni siquiera un poco de fuego para el cigarrillo. Así no hay forma de romper el hechizo, de morirse del todo, o sea, que la próxima vez que te cruces con el cadáver político de Ramallo pídele algo, aunque sea un favor, para que no regrese nunca a la Carrera de San Jerónimo, desde donde tanto nos atormentaba con sus ladridos de ultratumba. Gracias.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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