En autobús
Salir de Madrid por carretera requiere preparación y conocimientos especiales. Por una curiosa subversión, el dédalo, el laberinto, el barullo, están fuera, en la entretejida maraña de rutas, aparentemente similares, que desembocan en las autopistas de escape. El mínimo error desorienta el rumbo y sólo la familiaridad con el curso solar o, caída la tarde, una noción de hacia dónde cae la Estrella Polar pueden advertir que transitamos por ruta equivocada, cuando hemos dejado, nunca se sabe si delante o detrás, 27 kilómetros y tres cuartos de hora de un tiempo jamás recuperable. Ocurre cuando cualquiera se aventura por trayectos no experimentados, o sea, siempre, pues en todo y cualquier cosa hay una torpe primera vez.Dándome ejemplo de contención del gasto privado y acomodándolo al magro producto íntimo bruto, procuro utilizar, en las distancias intermedias, el medio de locomoción más económico:, el autobús de línea. Que son frecuentes, lo informan las propias empresas, y el remoto eco que actualizan, de tarde en tarde, algunos accidentes, casi nunca producidos en los trayectos regulares. Es aceptable multiplicar por 15 o 20 el número de autocares en circulación con respecto a los aviones que vuelan en un momento determinado: una barbaridad, aproximadamente.
Las dos principales estaciones madrileñas de, autobuses tienen algunos puntos concidentes con la mayoría de las ferroviarias: no hay porteadores ni carritos disponibles, y comparten con los aeropuertos la megafonía que anuncia las continuas salidas o llegadas ininteligible. Constituye escaso perjuicio lo primero, pues este tipo de viajeros lleva ligera impedimenta: pocas maletas y profusión de sacos de mano y bolsas de vario volumen, retorno al petate marinero donde cabe un mundo itinerante. Ésta del Norte se encuentra en una calle de moderada anchura, festoneada de coches aparcados junto a las dos aceras, según el hábito matritense, por donde los paquidérmicos vehículos evolucionan con márgenes milimétricos. Parten a la hora exacta, anunciada sólo 10 minutos antes. La mayoría dispone de retrete, dato interesante para la próstata valetudinaria, aunque suelen ser las mujeres quienes, con mayor insistencia, solicitan la llave al conductor.Antes de partir, la gente joven se acerca al teléfono público, para el último adiós, el postrer encargo; los viejos son más precavidos, o tienen menos que decir. Un treintañero luce una calva indecisa, barba de primera cosecha, pendientes en ambas orejas, abrazado a una guitarra con funda de cuadros. Tres monjas de hábito azul oscuro susurran entre sí; otras dos, de toca blanca y vestimenta gris, departen con un varón de terno oscuro que denuncia la condición sacerdotal por el jersey de tono butano-amoratado y el diminuto crucifijo adosado a la solapa. Se ven más profesas uniformadas que curas, proscrita, casi por completo, la sotana. Los que van hacia el Cantábrico destacan por el paraguas pesimista, envainado en la bolsa.
Subimos a bordo, procurando aparentar veteranía. En mi caso lo hice con gran desenvoltura, hasta que una joven dama reclamó la plaza. Simplemente me había equivocado de autobús. Los no fumadores, delante. En el asiento contiguo un fornido joven se persigna, antes de llegar a la Castellana, planteando una fugaz cuestión: ¿practicante, futbolista, torero?, que son los únicos que lo realizan en público. Al franquear las murallas de cemento, ventanas y ropa interior tendida, iniciamos la ruta de los asadores, que no se interrumpirá hasta pasado Pancorbo, la frontera del tercio superior. Entre las encinas, un pastor se ocupa de varias docenas de ovejas aburridas. Más allá, una manada de toros bravos pasta la última yerba. Por doquier, la pública proclamación de que vestimos, comemos, consumimos y pertenecemos a las ultinacionales. Como reliquia, casi arqueológica, la semiderruida caseta del peón caminero, dónde aún se descifra, en suntuosos azulejos, el aviso de caminantes: "A San Sebastián, 318 kilómetros". Nuestra velocidad de crucero sobrepasa a todos los gigantescos tráilers, en cuya ventanilla izquierda descansa un nervudo brazo adornado por un Rolex de pega. Parada y refrigerio en Lerma; lejos del tráfico, la colegiata, antes tan ensordecida y mancillada. El pasaje es notablemente silencioso.
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