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En el olvido

En Madrid viven, encorvados, olvidados y arrinconados, miles de viejos con escasa pensión, largas enfermedades y rostros perdidos para las calles. Han sido olvidados en las cuevas de sus casas sin ascensor y les faltan las fuerzas para encontrarse con las aceras. Para ellos, eso de la tercera edad suena parecido a la cuarta dimensión. Esa libreta arrugada que guardan bajo el colchón y donde todos los meses una mano misteriosa ingresa una escuálida compensación por los servicios prestados, está tan mermada. como las ilusiones que les restan. Tienen la memoria perdida en tiempos remotísimos, torcidos los huesos, dentadura estropeada, maldita pensión y muchas ganas de hablar, de creer que aún pueden ser escuchados. Viven en pisos viejos que los especuladores miran con avaricia mientras les desean un pronto encuentro con el más allá y se aferran a la vida por costumbre.Empezó por hacerse la encontradiza en el descansillo de la escalera. Ella vive en un primer piso y yo, si quiero cumplir mi cita de los jueves, he de subir hasta el quinto piso. Fingía, la primera vez, pasar un paño mugriento por la puerta de su casa.

-Buenos días -dije respetando viejos vicios educacionales.

-Que usted los tenga -contestó.

La respuesta era tan inusual que me di la vuelta y sonreí. En ese momento, ella decidió acaparar todos los minutos que pudiera de mi tiempo. Al principio accedí, movida por un resto de piedad.

-Permita que la ayude.

-¡Ay, hija! Antes tenía la casa como Dios manda, ahora está como Dios quiere.

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Recogí el polvo mal barrido y aguanté otros minutos de conversación. Para entonces ella ya sabía cuál era el piso al que subía, quién era mi amigo y, probablemente, mucho más que no se atrevió a confesar. Con las semanas fui acostumbrándome a esas charlas en la escalera, nunca me invitó a pasar, supongo que avergonzada por el estado de aquella casa que olía a viejo. Llegué no sólo a acostumbrarme a esa cita sin fijar previamente, sino a aguardarla como una espera la hora de irse a la cama para que le cuenten la última historia del día. Yo venía de una tierra donde los atardeceres se llenaban con relatos a medio camino entre la magia y la verdad. Aquella vieja desarmada por los anos, a punto de derrumbarse pese a sus extravagantes ganas de vivir, me había devuelto el aroma perdido de aquellos años.

-Hija, te has ganado el cielo sólo por aguantarme.

Un día me esperaba con una temblorosa copa de licor entre las manos. Allí, en la puerta de su casa vieja, iba a celebrar la última ceremonia de hospitalidad. El licor era una forma de decirme adiós. Aquella misma mañana, la hija a la que nunca logré ver le había comunicado que, por su bien y porque un día podía ocurrirle una desgracia, iban a llevarla a una residencia. Ella ya no tenía fuerzas para rebelarse, trataba de justificar la decisión de su hija en esa prisa que tienen los hijos por deshacerse de lastre que les impida vivir con la conciencia suficientemente tranquila y sin deudas con el pasado.No encontré palabras. Bebí el licor como mandan las reglas de los viajeros que son recibidos en las tiendas de los beduinos. El primer sorbo me supo amargo, como la vida, el segundo fuerte como el amor, el tercero dulce como la muerte. Ella no duraría mucho en aquella residencia. Abandonaba la casa en la que había llegado recién casada y en pleno racionamiento, el lugar donde había reído y llorado, donde había amado y odiado, el lugar plagado de restos.

Pensé que nadie tenía derecho a robar los últimos días de otra persona. Ella se resignaba, había perdido la última batalla con la vida y no tendría el consuelo de morir entre sus fantasmas. Me ardía el estómago. A la semana siguiente, una cuadrilla de obreros vaciaba los restos de muebles, picaba suelo y paredes, arrancaba ventanas y decidía el curso de las obras. Cuando llegué al quinto piso, mi amigo no se atrevió a preguntar por qué los ojos me brillaban.

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