Santa Rita
Los menores están de moda, se asoman a la fama a través de la sección de sucesos y de los programas de televisión de morbosa audiencia. Hace un par de domingos publicaba EL PAÍS varios trabajos sobre el asunto, de enconada actualidad. La reflexión desemboca en que no se sabe cómo enfocar y resolver el problema, a vueltas con divagaciones difusas, modificaciones del Código Penal y fronteras definitorias de las responsabilidades que incumben a este segmento de la población. La sociedad en que vivimos es tan hipócrita como cualquier otra y se corresponde con la permanente condición humana. Más miedo causan las palabras que los hechos; si una conducta, una circunstancia, un lance carece de definición, es como si no existieran.De la lectura de los mencionados reportajes no aparece la menor referencia hacia instituciones que desempeñaron cierto papel, en un pasado no tan remoto. Por supuesto que los especialistas tendrán presentes las vicisitudes por las que pasaron los tribunales tutelares de menores, en los cuales se suponían, con mayor o menor fortuna y acierto, encajonados los problemas que los delincuentes juveniles crean a la comunidad y a ellos mismos.
Hace unos 60 años -me consta- existían en España, en Madrid, dos tipos de centros, donde se confinaba a los jóvenes díscolos; uno público, dependiente del Ministerio de Justicia, llamado Reformatorio del Príncipe Alfonso -curiosamente, conservó la denominación monárquica ya avanzada la II República, dirigido por un competente sacerdote, el padre Subiela-; y el otro, al que iban a parar los muchachos fastidiosos, malvados y recalcitrantes de la burguesía. Era el conocido por Santa Rita, aparentemente un colegio privado, sito en Carabanchel o sus inmediaciones, rodeado por infranqueables muros de cinco metros de altura, cuyo personal docente lo componía una escuadra de hercúleos frailes, doctorados en el guantazo, la llave inglesa y una honda desconfianza, sin debilidades, hacia los pupilos.
Tomaban a su cargo a los retoños que habían consumido la paciencia de los progenitores. El espíritu de Santa Rita era más disuasorio que didáctico. Se ponía de relieve la notable diferencia entre el desdeñado paraíso familiar y los rigores del confinamiento, las duchas frías y el estacazo y tente tieso. No existían becarios, y el internamiento dependía exclusivamente de los padres o tutores cuando éstos tenían algo que opinar al respecto.
Al otro centro se accedía a través del juzgado de guardia, y la mayor permanencia, tras la decisión judicial correspondiente. Incluía trabajos en la huerta y el denodado, aunque casi siempre inútil, esfuerzo por alfabetizar aquella resaca; estaban proscritas las aflicciones corporales que con no escatimada liberalidad administraban los fornidos cofrades de Santa Rita.
¿Servía para algo? Con la melancolía que da la distancia temporal, creo que sí. No para mucho, claro. El muchacho, con ciertas nociones éticas o atisbos de sensibilidad, deducía que la estancia en aquellos lugares le podía sumergir para siempre, o durante largo tiempo, en un mundo atroz, cruel, en el que sería la víctima, con el remoto recurso de convertirse un día en verdugo. La alternativa brindaba una graduación en las variadas ramas de la delincuencia, el aprendizaje del caló y el arte de birlar carteras en las aglomeraciones.El tema tiene, para mí, connotaciones biográficas nostálgicas, pues una trepidante adolescencia me hizo conocer ambas instituciones. Evoco, con aún espeluznada claridad, la figura lombrosiana de uno de los internos, un auténtico líder, cuya nariz torcida y cara acuchillada proclamaba un corto pero intenso y casi heroico pasado. Se le conocía por un apodo: El Malaleche.
Ignoro la estructura de establecimientos similares hoy, pero no tienen apenas coincidencias con aquéllos de antaño. De ellos no se escaparían con facilidad los Ratillas, Vaquillas, ni cuantos toman el asunto por el pito del sereno. Por lo que conserva mí memoria, la prometedora carrera del Malaleche debió ser cortada por la guerra civil. En todo caso, ésta es una renovada asignatura pendiente, que no podemos o sabemos superar. Y de gran importancia.
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