_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Puertas al campo

Encargarle la letra del himno de la flamante Comunidad de Madrid al eximio escritor y extravagante ciudadano Agustín García Calvo fue un rasgo de ingenio, una pincelada irónica de Joaquín Leguina, un político atípico al que salvaban, que no exculpaban, gestos como éste. El profesor García Calvo en el Sermón del ser y del no ser, una de sus más inspiradas y afiladas disertaciones poéticas, había expresado, rítmica y rotundamente, su determinación de no escribir himnos, ni arengas que convocaran a las masas al tajo, al desfile o a la procesión; pero esta vez pudieron más su veta sofista y su talante irónico y respondió al desafio con una lucubración filosófica y nada epopéyica en la que Madrid se personaliza y medita sobre su paradójico destino. Desde el punto de vista formal, el himno de la Comunidad de Madrid no es un himno propiamente dicho, no está dedicado ni a los héroes ni a los dioses, no es lo suficientemente solemne, no recurre al patriotismo, ni a la religión, ni al deporte, y se resiste obstinadamente a ser cantado a coro. Es un contrahimno para una Comunidad a contrapelo, la única que no se siente autónoma porque se sabe, para bien y para mal, implicada en la maraña de las nacionalidades históricas y retóricas, enmarañada en una densa y extensa tela de araña que tiembla y se tambalea con cualquier movimiento periférico.La capitalidad de la ciudad de Madrid con sus forzosos compromisos e implicaciones con las nacionalidades históricas, y a veces histéricas, peninsulares e insulares, y su asumida cualidad de ciudad de aluvión, de metrópoli involuntaria, son condicionamientos que han pesado y siguen pesando sobre la caótica y múltiple personalidad de una urbe que se ha vuelto irremediablemente paranoica como reflejo de las paranoias ajenas. Una ciudad que, envuelta en un turbión de acontecimientos nacionales, no ha tenido ni tiempo, ni oportunidad, ni ganas de mirarse más allá del ombligo, de sentirse como parte de una comunidad.

Ser de Madrid ha venido a significar ser de asfalto, de hormigón y de semáforo, enterrar un remoto pasado rural, borrar de la memoria los nombres de las villas, los pueblos y las aldeas de una provincia que sigue viviendo en un anonimato que sólo se rompe con hitos excepcionales: El Escorial, Aranjuez, Alcalá, Chinchón...

O se es de Madrid o, se es de pueblo, pero este Madrid urbano engloba ya un cinturón de ciudades crecidas en su entorno, cuyos pobladores, emigrados del agro o descendientes de inmigrantes del agro, se sienten también madrileños por haber mamado asfalto y hormigón. Pero estos estereotipos se van difuminando con el tiempo, la mejora de la red viaria que facilita los desplazamientos ha establecido, tanto por motivos laborales como festivos, un nutrido flujo de ida y vuelta entre la capital y los pueblos, y ha dado lugar a una especie híbrida que vive a caballo entre el campo y la ciudad. El Isidro, el paleto, que sólo visitaba la urbe con motivo de fiestas señaladas o de imprescindibles trámites burocráticos, está en vías de extinción, superado por una nueva raza de madrileños itinerantes que no distinguen entre la provincia y la capital.Para completar el ciclo, sin hacer concesiones a ningún virus nacionalista, sería deseable, y recomendable en cualquier aspecto, que los madrileños capitalinos, enclaustrados detrás de las imaginarias murallas de la ciudad, se aventurasen más allá de sus fronteras para explorar el rico paisaje de su provincia y Comunidad, que les pilla tan lejos y tan cerca.

Los ecologistas madrileños y urbanos, nobles defensores de nobilísimas causas, desde la supervivencia de las ballenas hasta la ídem de la raza humana, deberían mirar, por lo menos de vez en cuando, a su alrededor y explorar lo que les queda más cerca de su casa, paisajes y figuras en vías de extinción, menos exóticos y fotogénicos que los aborígenes amazónicos, pero igualmente amenazados por el avance demoledor de la civilización (léase economía de mercado), la que inunda de detritus Valdemingómez, libera dioxinas y aniquila dehesas y vegas, la que explota a los pequeños agricultores y ganaderos en nombre de las grandes superficies y trata de ponerle puertas al campo y luego echarle el candado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_