Kiko: zumo de la Bahía
Los dos equipos luchaban metro a metro en el campo de Las Gaunas, decididos a evitar o conseguir el temible gol psicológico. Tozudos y machacones, los chicos se tentaban los gemelos, miraban de reojo el perfil del entrenador y, con la voz alcalina de los autómatas, daban un repaso al mensaje grabado. Veamos: "Ajustar los marcajes en zona, mantener la distancia entre líneas, relevar a los laterales, recuperar la posición, presionar siempre en banda, redimir al compañero descolocado, cerrar las entregas al portero, hacer faltas tácticas. Atención, muchachos: mantener la concentración/ mantener la concentración/mantener la concentración, bip-bip-bip". Como tantas otras veces, el resultado era un forcejeo insulso, sólo interrumpido por algunas jugadas de pizarra y por un gol casual. Gobernada por el libreto de los entrenadores, ajustar, mantener, relevar, recuperar, presionar, la pelota iba y venía por los circuitos de la cancha como un alma en pena o, en el mejor de los casos, como una moneda de goma.En esto llegó Kiko, sacó la guitarra, rompió el play back y se puso a interpretar el partido. Por soleares. Con ello seguía una antigua tradición familiar. En los viejos tiempos, cuando jugaba a la intemperie en las últimas explanadas de Jerez, conoció la leyenda de Dieguito, aquel pequeño bailaor local que, después de practicar en los tablaos, enchufaba los goles como Rafael de Paula ligaba los naturales: por telepatía. Tal vez por la proximidad de aquellos dos héroes populares, una voz interior le dijo que todos los quiebros estaban unidos por un mismo conducto, daban un mismo pellizco y tenían un mismo efecto fascinador. Un buen recorte era sólo la versión muscular de un jipío o un pase de trincherilla, y ambos recursos eran a su vez la expresión de un único impulso de genialidad. Lo demás era fácilmente deducible: llegado el caso habría que elegir entre tocar o darle a la manivela, porque, como en el flamenco y la tauromaquia, en su nuevo mundillo de deportista sólo había dos clases de hombres: los iguales y los diferentes.
Luego se mudó al estadio Ramón de Carranza. En aquel Cádiz que seguía atrapado en su destino de equipo ascensor, la esperanza se llamaba Mágico González. Todo el mundo se afanaba en ajustar, mantener, relevar, recuperar y presionar, pero de pronto él salía de su letargo caribeño y marcaba el gol de la temporada.
La conclusión es evidente: Dieguito, Paula y Mágico se han transfigurado en Kiko.
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