Los inmóviles
A pesar de la feroz batalla desencadenada por el fundamentalismo, el uso de los teléfonos móviles si gue creciendo en España. Es una noticia excelente, sin duda. No ha sido fácil. Contra lo que pudiera suponerse, y al menos aquí, los usuarios del móvil han tenido que plantar cara a una campaña de desprestigio oscurantista, del tipo Denise te llama, que adjudicaba al usuario del formidable invento un grosor mental inalámbrico y una tristeza existencial incurable. Así, y durante años, esos pioneros han tenido que soportar todo tipo de burlas y humillaciones, parecidas a las que sufrieron aquellos intrépidos que un día decidieron poner se en la muñeca el reloj de pared. Poco a poco van sacando cabeza y ya no se les ve agazapados y turbios en los rincones, como onanistas. Este verano han proliferado los teléfonos colgados de la cintura: es la estación del cuerpo gentil y es verdad que en algún sitio hay que llevarlos. No es el mejor sistema, pero metaforiza el avance del hombre hacia su pacificación: donde antes había un afilado machete y más tarde un Colt 45, cuelga ahora un hermoso teclado por donde habla -y canta- el mundo. La inquina del común contra el artefacto no tiene mayor misterio: también los niños lloran cuando les lavan la cara y bien que más tarde se la lavan solos. En cuanto a los poetas -y con la honrosa excepción de Juan José Millás-, siguen en su confortable actitud ante la apelación del presente: fuera de cobertura. Ahora bien: el teléfono móvil, como cualquier mecanismo de sobreexposición pública -la televisión es otro-, resalta y no silencia las particularidades individuales. La estupidez, por ejemplo. Pero hasta en eso prueba su utilidad y su virtud.
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