Retornados
Ahora, cuando más falta nos hacen se nos van los psiquiatras. Se van porque ya han cumplido el perverso y subliminal objetivo que ocultaba su congreso mundial, perseguir hasta el diván a Juan José Millás para volverle paranoico definitivamente y luego poder curarle con carísimas terapias y ponzoñosos cócteles de, ansiolíticos y neurolépticos, tal como el propio Millás consignaba en su carta al director publicada el, pasado domingo en estas páginas.En estos primeros días del septiembre negro es cuando más necesaria se hace en la urbe. la presencia de los psiquiatras. Si la Seguridad Social se tomara sus cosas con seriedad, en vez de andar jugando a los recortables futuribles con Superlópez, vería la conveniencia de disponer en las principales esquinas urbanas de equipos de psiquiatras en modernas ambulancias provistas de divanes anatómicos y botiquines bien servidos, Estas ambulancias no harían sonar estrepitosas sirenas para no alterar aún más los nervios de los pacientes ciudadanos, sino que difundirían en el aire relajantes compases de música new age, plácidos adagios y allegros contagiosos.
El síndrome posvacacional es causa de profundas depresiones entre los retornados que rumiaron los primeros síntomas en la interminable caravana del último vía crucis de agosto. A la incuestionable depresión monetaria une el retornado la melancolía que provoca el regreso a la rutina doméstica y laboral. Hasta la naturaleza apoyada por los cambios horarios contribuye a oscurecer el horizonte, los días se hacen más cortos y ni la programación nocturna de la televisión con sus virtuales alegrías basta para paliar el tedium vitae.
Si la Seguridad Social no hace nada para solventar este problema psíquico que incide notoriamente sobre el rendimiento y la productividad del mes de septiembre, debería existir una ONG, Psiquiatras sin Fronteras, dispuesta a facilitar estas consultas dé urgencia en la vía pública. Si el presupuesto no alcanza podríamos prescindir de las ambulancias con hilo musical y conformamos con rudimentarias tiendas de campaña situadas en encrucijadas estratégicas. Lástima que los congresistas no hayan esperado unos días más, que no hayan tenido tiempo para estudiar lo que en estas latitudes se denomina "vuelta a la normalidad" y que se produce en estas fechas.. Sin duda hubieran sacado provechosas lecciones prácticas mediante la observación del comportamiento de ciudadanos anónimos y, sobre todo, de ciudadanos públicos. La amnesia de Aznar y su complejo de Aramís Fuster, siempre mirando hacia el futuro y pidiéndonos por favor que seamos felices, o la cleptomanía arqueológica de nuestros ediles y capitostes dispuestos a birlar delante de nuestras narices el patrimonio histórico, son casos de libro, pintiparados para una tesis doctoral.Ellos se lo pierden. Unos días más y hubieran podido gozar de una clientela multitudinaría y verdaderamente necesitada de ayuda. Pero no, los psiquiatras iban a lo suyo y su convocatoria egoísta no ha representado ningún alivio para la salud mental de los madrileños, más bien ha tenido una incidencia negativa en las mentes de algunos de ellos, como el citado Juan José Millás y el que suscribe estas líneas. Yo también me sentí perseguido y estuve al borde del ataque de nervios, el día de la inauguración del congreso, cuando un ciudadano japonés, a la sazón preboste supremo de la Organización Mundial de la Salud, encargado de abrir la solemne sesión de apertura, se fue por los cerros de Úbeda y, dando muestras de un evidente trastorno cerebral, pronunció una ardorosa diatriba sobre los males del tabaco, estigmatizando a los fumadores como enfermos mentales y confundiendo el remedio con la enfermedad. La filípica del emisario nipón no hubiera provocado la más mínima alarma en mi sistema nervioso, habituado a todo tipo de acosos, si el melifluo adalid, sanitario no hubiera posado para las cámaras exhibiendo en sus manos el ingenioso facsímile de un documento de la Inquisición española condenando a terribles penas y tormentos a los consumidores de la planta Nicotiana tabacum. Esta insólita reivindicación del Santo Oficio como autoridad sanitana pionera y la envenenada sonrisa que lucía el portador de la papela en el retrato, fueron los elementos desencadenantes de un brote de neurosis que sólo pude aliviar mediante una prolongada inhalación de los humos de esta perversa solanácea, herético ritual que algún día, si al japonés le dan, vía libre, me llevará a la hoguera.
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