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La muchacha cheyene

Perseguidas por un gato, dos ratas entran a toda velocidad en un cine y se esconden en la cabina de proyección. Allí descubren un rollo de película, lo olisquean y empiezan a hincarle el diente. Es una copia de Lo que el viento se llevó, y, lógicamente, el almuerzo les lleva horas. Por fin, terminan y se recuestan en la pared. "¿Qué te ha parecido?", pregunta entonces una de ellas. Y su compañera, eructando, responde: "No ha estado mal, pero me gustó más la novela".El chiste, como todas las historias irónicas, es bastante incisivo, y además planta cara al mundo de los tópicos, lo que le confiere rango didáctico. Agradezco, pues, a mi con fidente urbano J. G. L., alias El de la Taladradora, su deferencia al contármelo, y no quiero perder la oportunidad de voltear el asunto, defendiendo en público, y dé manera excepcional, la validez de uno de estos tópicos: ése que habla de lo agradable que resulta Madrid en verano.

Ninguno más certero, en verdad, ya que pasear por esta ciudad en pleno mes de agosto, y más si es a primeras horas de la tarde, significa sumergirse en un océano de quietud. Y aprovechando el lance, deseo también expresar mi rechazo a esa práctica perversa, a esa sombra de muerte, a esa criatura viscosa llamada siesta, que por sus características represoras tal vez se erija como el invento más depravado, abyecto y ruin que el linaje humano haya pergeñado contra sí mismo.

Madrid en verano, ésa es la cuestión. El silencio en la calle es tan intenso que la ciudad podría pasar por un viejo monasterio, abandonado. Quizá los novatos encuentren el ambiente algo inquietante, ya que no existe, de hecho, nada tan sobrecogedor como una ciudad vacía, callada y a disposición de quien la contempla. Y si a dicha circunstancia, además, le añadimos un clima sorprendente, por lo benigno, entonces la cosa se vuelve sobrenatural.

A mi entender, algo está ocurriendo por aquí sin que apenas podamos percibirlo.

Un ejemplo: aunque la temperatura media de este verano ha debido bajar unos diez grados con respecto a los anteriores, nadie parece darle importancia al hecho; ni se menciona siquiera. Y tampoco repara nadie en otros fenómenos extraños que a la chita callando salpicaron el mes de agosto. Así, lo ocurrido el domingo 18, a las seis y media de la tarde, rebasa todo lo establecido. Fue un extraño momento de lluvia que, si no fuera por el uso escatológico que se le suele dar a la expresión, me atrevería a calificar como "dorada". Pero mate, opaca o dorada, el caso es que durante cinco minutos una torrencial tromba de agua cayó del cielo fundiéndose con la luz del sol; y eso que no había, nubes en el cielo. Sólo se veían unas leves manchitas blancas, disipadas, a lo lejos, flotando más o menos a la altura de El Escorial.

Y, sin embargo, insisto, caía agua. "Alguien regando", dirá más de uno. Pues no, tampoco, porque la cortina de agua era muy violenta y abarcaba un radio de diez 0 doce metros, dibujando además un perfecto cilindro entre la tierra y el cielo. Una locura, desde luego, que me pareció capaz de apaciguar todo sobresalto espiritual. Sin olvidar unos truenos lejanos y otros signos de tormenta todavía por cuajar.

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Algo raro estaba pasando allí: las plantas de la terraza permanecían quietas, callaron en este tiempo los pájaros, y la propia lluvia parecía murmurarme algo en africano. Tres, cuatro, cinco minutos, hasta que poco a poco se fue desvaneciendo el efecto,se cerraron los cielos y vi pasar un autobús, con conductor, lo reconozco, detalle que me anunció el final del hechizo.

Pero ya sea magia, alucinación o desvarío, mis sobresaltos no cejan. Otro día, para rematar la faena, camino del quiosco, me crucé con una chica que no debía estar allí. Era una pluma sin peso, pequeña, morena, oscura de tez, marchando por la acera con suma suavidad. Y aunque no pueda demostrarlo, juro que se trataba de una princesa cheyene. Lo dicho: un mes éste, agosto, que entendía mucho de alquimia.

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