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Independencia

Según los astrofísicos, el planeta Tierra se mueve en el cosmos a 105.000 kilómetros por hora (unas mil veces más rápido que el Correcaminos), circunstancia que a buen seguro ha de influir en el comportamiento de sus habitantes. Pero si a este vértigo, además, le unimos la repentina soledad de las calles, el silencio del barrio y la placidez de la brisa vespertina -actuales reglas del estío madrileño-, entonces uno puede ver peligrar incluso su propia ideología. Yo, por ejemplo, estoy padeciendo estos últimos días un brote de fiebre nacionalista que apenas me permite pensar en otra cosa. Repetidamente me pregunto qué sucedería si la Comunidad de Madrid, mediante un cuartelazo civil, soltara amarras y declarase su independencia ante el resto del mundo. Y en ello estoy, al amparo de este verano amable, urdiendo un plan que por sus cualidades didácticas tal vez pueda, crear escuela.Conviene precisar que no se trataría de una insurrección al uso, ni de reivindicar nada en concreto, sino de cambiar de aires y de recuperar en parte el viejo espíritu libertario. Todo esto, de modo incruento. En primer lugar, habríamos dado el golpe, nunca mejor dicho. El país entero sufriría un impacto decisivo y no sabría reaccionar con diligencia, lo que nos permitiría ganar unas horas preciosas. Y dado que organizar la defensa no sería difícil -recuérdese que la División Acorazada Brunete nos pertenece-, sólo deberíamos preocuparnos de imprimir unos pasquines donde se resumiera nuestro ideario, sin olvidar tampoco la necesidad de establecer nuevas embajadas en el mundo. Esto último se haría por fax, naturalmente, ya que nuestro personal estaría todavía celebrando la llegada de la nueva administración y no sería justo amargarles la fiesta por un quítame allá esa valija diplomática. Entretanto, en un innegable gesto de elegancia, Madrid habría ya renunciado a su capitalidad, porque sería políticamente incorrecto que un país fuera al mismo tiempo la capital de otro. A estas alturas resultaría ya imposible abortar la conjura. La rueda giraría por sí misma y sólo nos quedaría por ver a los miembros del Gobierno, a los subsecretarios, a los obispos y a los consejeros del Reino corriendo por las calles, algunos todavía en pijama, mientras el pueblo, desinhibido y algo mordaz, les requisaba sus maletines al son de "Un limón y medio limón; dos limones y medio limón...", desafinando aposta para mayor escarnio de los afectados. Por otra parte, no sería estrictamente necesario que este nuevo país nos perteneciera sólo a nosotros. También podrían declararse madrileños, los granadinos, los malagueños o los bordeleses, incluso los australianos, y también serían bien admitidos los inmigrantes de piel oscura y en general todos aquellos que van dando tumbos por el mundo. Esto constituiría una jugada de extraordinario valor táctico, ya que no sólo estaríamos fortaleciendo los principios de la justicia universal, sino que todos los pijoteros locales, horrorizados, acabarían despejando la ciudad.

Pronto, en fin, seríamos conocidos como el país sin territorio, símbolo y referencia entre todos aquellos que reniegan del actual estado de cosas. Y hablando de símbolos, ya estaría aprobada la nueva bandera invisible. Sin tela, sin colores, sin soporte físico alguno, muy apropiada para un país con características tan singulares. No olvidemos que esta insurrección se asienta en el devaneo, en el refocilo, y que desbaratar las viejas normas habría de ser uno de nuestros objetivos prioritarios. Con una excepción: necesitamos un himno, y en este caso, no mental, sino de carne y hueso, verdadero, de los que pueden plasmarse en una partitura. Y ninguno tan hermoso como el de la antigua Unión Soviética, un país que precisamente fue descuartizado a causa de un conflicto nacionalista.

De manera que, apenas sin darnos cuenta, contamos ya con un país, con una bandera, con un himno y además hemos expulsado a los merluzos. No podrían irnos mejor las cosas, y sin embargo, algunas voces empiezan a acusarnos de inmaduros, insidiosos y disolutos, afirmando al tiempo que el plan no cuajaría. Para echarse a temblar, desde luego, para abandonar el proyecto, incluso, porque los agoreros siempre aciertan. De corazón: que el cielo les confunda.

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