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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Mala índole (2)

Javier Marías

Por Resumen de lo publicadoTodo vino por Elvis Presley en persona, hace treinta y tres años, cuando el narrador se incorpora al regimiento de colaboradores, ayudantes y consejeros de la realización de su película Fun in Acapulco. Y aunque la versión oficial dice que el señor Presley no pisó México, que rodó en Los Ángeles, es falso. Estuvo en México. Y durante demasiado tiempo, pues el tiempo de las persecuciones dura como ninguno.

Claro que estuvimos allí, estuvimos todos, el equipo entero de la película y el equipo del señor Presley al completo, que era mucho más amplio, él viajaba -o no era necesario tanto: se movía- con una legión siempre a su espalda, un batallón de parásitos más o menos imprescindibles, cada uno con su función o sin funciones demasiado precisas, abogados, gerentes, maquilladoras, músicos, peluqueros, acompañantes vocales -The Jordanaires invariables-, secretarias, entrenadores, sparrings -su nostalgia del boxeo-, apoderados, asesores de imagen, modistos y una costurera, técnicos de sonido, conductores, electricistas, pilotos, gestores fiscales, publicitarios, encargados de promoción, de prensa, portavoces oficiales y oficiosos, la presidenta de su club nacional de fans en inspección autorizada o en visita informativa, y por supuesto guardaespaldas, coreógrafos, profesora de dicción, ingenieros de mezclas, un maestro de interpretación facial y también gestual, ocasionales médicos y enfermeras y un farmacéutico fijo con su cargamento inverosímil, jamás se vio botiquín parecido. Unos dependían de otros en organizada jerarquía según contaban, pero no era nada fácil saber quién de quién ni cuántas eran las divisiones y subdivisiones, los departamentos y cuadros, habría hecho falta un árbol genealógico pintado o lo otro, quiero decir un organigrama. Y así había individuos a los que nadie controlaba seguramente y a los que cada uno suponía a las órdenes de algún otro, gente que entraba y salía y merodeaba y pululaba sin que nunca se supiera cuál era su misión exacta, aunque se daba por descontado que alguna sería, nadie desconfiaba aún mucho en aquellos tiempos, aún no se había asesinado a Kennedy. En sus chaquetas o camisas o camisetas o monos o blusas llevaban todos bordadas las iniciales "EP" en azul, rojo o blanco según el color de la prenda, de manera que habría bastado con que cualquier espontáneo le hubiera pedido el favor a su madre para haberse hecho pasar por miembro del equipo sin grandes complicaciones. Allí no preguntaba nadie, éramos demasiados para conocernos todos, y creo yo que el único que discernía un poco y supervisaba el conjunto era el Coronel Tom Parker, una especie de descubridor de Presley, o tutor o padrino o algo según me contaron (nadie estaba muy al tanto de nada), cuyo nombre aparecía en todas las películas del cantante como "Asesor técnico", cargo vago donde los haya. Tenía un aspecto bastante distinguido y severo y hasta algo misterioso en aquel entorno abigarrado, siempre con corbata y bien vestido, las mandíbulas tensas como si no descansara, apretados los dientes como si le rechinaran en sueños, hablaba en voz muy baja pero muy firme y acercándose mucho al rostro del interlocutor, lograba que fuera éste el único que lo oyera aunque se dirigiera a él en una habitación llena de gente, a menudo ociosa y gratuitamente cotilla. Lo de Coronel no sé de dónde salía, si era cierto que pertenecía al ejército o era sólo fantasía y se hacía llamar de ese modo para dar nominal cumplimiento a alguna aspiración truncada. Pero entonces por qué no General, nada se lo impedía. Su figura seca y su pelo ordenado y canoso imponían respeto y hasta aprensión en la mayoría, tanto que cuando hacía acto de presencia en el plató o en una oficina o en una sala, el lugar se iba vaciando insensible pero rápidamente como si fuera hombre de mal agüero, o nadie quería permanecer mucho rato expuesto a su ojo nórdico, un ojo translúcido y difícil de mirar de frente. Aunque iba de civil y su aire era más senatorial que militar, todos lo llamaban Coronel en todo caso, incluido el señor Presley.

A buen seguro mi función no era imprescindible sino producto de un capricho de Presley, y fui contratado para la ocasión, sólo aquella. Así que allí estuvimos todos, los habituales de sus formularias películas copiadas unas de otras

-Fun era la decimotercera- y también los nuevos, en el desganado rodaje de una cinta absurda y sin pies ni cabeza según mi criterio, aún me admira que cobrara el autor del guión, un tal Weiss incapaz del más mínimo esfuerzo, andaba por allí interesado en la música solamente, quiero decir la que cantaba Presley por doquier y a todas horas con sus inseparables Jordanaires o con otros acompañantes vocales de ultrajante nombre, The Four Amigos. Yo no sé demasiado bien de qué trataba aquella historia, no por su complicación sino por lo contrario, resulta arduo seguir una trama cuando no hay tal trama ni estilo que la sustituya o distraiga; ni siquiera habiéndola visto proyectada luego -poco antes de su estreno, hubo una deferencia- pudo contar esa supuesta historia. Sólo sé que Elvis Presley, ex-trapecista torturado como ya he dicho -pero sólo a ratos, también se baña a menudo con desenvoltura y corteja desinhibido-, vaga por Acapulco no recuerdo si por algún motivo, es de suponer que ahuyentando su pasado negro o huyendo del FBI si éste lo creyó fratricida voluntario (no me consta, quizá estoy mezclando películas, de ésta hace treinta y tres años). Como es lógico y necesario, canta y baila, así que actúa en locales diversos, en una cantina, en un hotel, en una terraza sobre el acantilado soberbio, De vez en cuando mira con complejo y envidia a los nadadores -o son palanquistas- que se lanzan de cabeza a la piscina desde un trampolín normalísimo y con gran ufanía. Hay una mujer torera e indígena que lo pretende, y otra, la relaciones públicas del hotel o algo así, que se lo disputa a la matadora, el señor Presley siempre tenía éxito con las mujeres, en la ficción como en la vida. Hay también un rival mexicano llamado Moreno que salta desde el trampolín más de la cuenta, frenéticamente y sin pausa, sólo para fastidiar a Windgren y tildarlo luego de cobarde. Con él se disputa Presley a la relaciones públicas, que no era otra que la actriz suiza Ursula Andress en bikini o con camisas anudadas caprichosamente al ombligo y cintas a juego en el pelo mojado, acababa de hacerse universalmente deseable y célebre -sobre todo entre los adolescentes- tras emerger en bikini blanco en la primera aventura de James Bond, Agente 007 contra el doctor No o como quiera que se titulase en España; sus bikinis acapulqueños quedaron sin embargo desaprovechados y a poca altura, eran mucho más castos que aquel otro jamaicano, quizá una imposición del Coronel Tom Parker, parecía un señor decoroso, o acaso no toleraba competencias desleales para con su pupilo. Correteaba también por allí un niño pseudomexicano con exceso de labia del que Windgren se hacía amigo -the two amigos-, sin saberse la razón ni los fines: aquel niño era una peste parlante y merecía ser sorteado hasta en los ascensores, de hecho eso hacíamos todos cada vez que se nos acercaba verboso creyendo que la ficción proseguía, pues en ella era íntimo del ex-trapecista amargado por la fatalidad fraterna y por el vicioso trampolinista Moreno. Esa era toda la historia, si es que eso es una historia.

Y por allí andaban también, deprimidos, dos veteranos cuya actitud entre humillada y escéptica contrastaba con el ambiente festivo de aquella producción decimotercera. (Debimos pensar en el número.) Uno era el director Richard Thorpe y el otro el actor Paul Lukas, de origen húngaro y de verdadero apellido Lukács. El primero tenía cerca de setenta años y el segundo cerca de ochenta, y ambos se veían al término de sus carreras haciendo el indio en Acapulco. Thorpe era un hombre bondadoso y paciente o mas bien hastiado y vencido, y dirigía con desgana, como si sólo una pistola en la nuca empuñada por Parker lo convenciera de gritar "Acción" antes de cada toma. "Corten", en cambio, lo decía con más energía y alivio. Había realizado estupendas o muy dignas películas de aventuras como Ivanhoe y Los caballeros de la Tabla Redonda, Todos los hermanos eran valientes y La casa de los siete halcones y Quentin Durward, incluso había trabajado con Presley en su interpretación tercera y en tiempos no tan rutinarios, dirigiendo Jailhouse Rock, "aquello era todavía otra cosa, en blanco y negro", se disculpaba con Lukas en alguna pausa; pero disimuladamente, no era hombre para ofender a nadie, ni siquiera al provinciano magnate McGraw ni al productor Hal Wallis. En cuanto a Lukas o Lukács mismo, había sido casi siempre un secundario, pero tenia un Oscar y habla obedecido a Cukor y a Hitchcock, a Minnelli y a Huston, a Tourneur y a Walsh, a Whale y a Mamoulian y a Wyler, y esos nombres estaban permanentemente en sus labios como si quisiera conjurar con ellos y su noble recuerdo la ignominia del que se temía su papelón postrero: en Diversión en Acapulco hacía de padre vagamente europeo de Ursula Andress, un diplomático o ministro o quizá aristócrata tan venido a menos que en el hotel ocupaba el puesto de cocinero. Durante todo el rodaje no pudo quitarse el altísimo gorro blanco -se pasaron de altura, había que almidonarlo- que es el cliché de los de ese oficio, quiero decir mientras estaba en escena soltando tópicos que lo avergonzaban, porque en cuanto Thorpe musitaba "Cortert" con un bostezo, y aunque fuera sólo para repetir la toma de inmediato, Paul Lukas se arrancaba de la cabeza con furia el sombrero infame, lo miraba con desprecio húngaro posiblemente -en todo caso nunca visto en América- y murmuraba de forma audible: "Ni un solo plano, cielo santo, a mi edad ni un solo plano con mi limpia calva". Me alegré cuando supe dos años más tarde que no fue esta su última película sino la penúltima, y que pudo despedirse de su profesión con un gran papel y una interpretación excelente, la del buen señor Stein en Lord Jim, junto a verdaderos pares suyos como Eli Wallach y James Mason. Fue atento conmigo, y le habría dolido decir su adiós al lado del señor Presley.

No debe inferirse de este último comentario que yo despreciara ni desprecie al señor Presley. Todo lo contrario. Poca gente habrá habido que lo admirara y lo admire más que yo (sin fanatismos), y sé que en eso tengo enorme competencia. No ha existido una voz como la suya, ningún vocalista de tanto talento ni tan variados registros, y además era un hombre agradable y bastante afable, mucho menos engreído de lo que estaba en disposición de ser con justicia. Pero el cine no. Se lo había empezado tomando en serio, y sus primeras películas no estaban mal, King Creole por ejemplo (admiraba tanto a James Dean que se sabia todos sus diálogos). Pero el problema del señor Presley, como el de tantos otros individuos de descomunal éxito, fue la prodigalidad excesiva a que se lo obligaba: cuanto más éxito tiene alguien y más dinero ingresa, más trabajo y menos libertades tiene. Quizá es que hay también otras gentes que ingresan dinero gracias a él, y entonces lo explotan, lo fuerzan a producir, componer, escribir, pintar o cantar, lo exprimen y lo chantajean, sentimentalmente, con su amistad, con su influjo, con ruegos, ya que las amenazas de poco sirven contra quien está en la cumbre. Bueno, amenazas puede haber siempre, por descontado. Así que Elvis Presley había rodado doce películas en seis años, además de multiplicarse en otras mil actividades

diversas, al fin y al cabo el cine era en su tinglado una industria secundaria. Detrás de estos individuos siempre hay hombres de negocios y empresarios, a los que cuesta aceptar que de vez en cuando se pare la fábrica de lo que venden. En realidad yo no he visto a nadie tan explotado y que se esforzara tanto como el señor Presley, y a evitarlo no lo ayudaba el carácter, que no era malo ni arisco ni tan siquiera arrogante -en ocasiones sí pendenciero- sino más bien complaciente, le costaba decir que no, le costaba oponerse. Y así sus películas fueron cada vez peores y en ellas tuvo Presley que hacer cada vez más el ridículo, lo cual no era grato de ver para quien como yo lo admirase,

Él no se daba cuenta, o así parecía; o si se la daba aceptaba ese ridículo sin mala cara y hasta con un punto de orgullo, como parte de la tarea. Y como en el trabajo era esforzado y serio y además un entusiasta, no podía situarse por encima o burlarse de ninguna de sus partes. Supongo que con el mismo espíritu disciplinado y conforme se dejó crecer perdularias patillas en los años setenta y consintió en salir a los escenarios ataviado de mamarracho circense, con trajes de lentejuelas o flecos de fantasía y pantalones acampanados con raja, anchos cinturones de puta bisoña y taconadas botitas de duende, y una capa corta -una capa- que lo asemejaba más a Superratón que al probable modelo imitado, Supermán, imagino. Por suerte no lo traté en esa época, ni siquiera diez días, y en los años sesenta en que lo conocí no tuvo que rebajarse tanto, pero tampoco se vio libre de las extravagancias que se les ocurrían a otros, y me temo que fue en Fun in Acapulco donde le tocaron más fantochadas.

Cada vez que presenciaba el rodaje de una nueva escena yo pensaba: "Oh no, Dios mío, eso no, señor Presley", y lo asombroso era que el señor Presley parecía no dar importancia a nada e incluso disfrutar del horror con su indudable capacidad de zumba. Yo no creo que estuviera satisfecho ni ufano, sino que no se atrevía a defraudar con reparos o con negativas a alguien cercano que hubiera tenido la delirante idea de turno, fuese el Coronel Tom Parker o el coreógrafo O'Curran o el propio productor Hal Wallis o incluso aquel cuarteto del nombre ofensivo, The Four Amigos, que tenían ocurrencias a pares. O quizá estaba tan confiado en sus dotes que pensaba que saldría airoso de cualquier barrabasada, lo cierto es que a lo largo de su carrera cantó de todo y en todas las lenguas -y para éstas no estaba desde luego dotado- sin que su prestigio se desplomara. Pero eso aún no lo sabíamos.

"Oh no, santo cielo, ahórrenle algo", pensaba yo cuando descubría que Presley iba a tocar la pandereta y a jugar con un sombrero mexicano rodeado de mariachis de feria -el Mariachi Aguila y el Mariachi Los Vaqueros, para mí indistinguibles- mientras cantaban Vino, dinero y amor todos a coro. "Oh Señor, no lo permitas-, pensaba cuando me anunciaban que el señor Presley habla de vestirse de corto con chorreras en la camisa y faja escarlata para interpretar la solemne canción El Toro al tiempo que zapateaba. "Oh no, por favor, qué opinará su padre cuando vea esto", pensaba mientras él acometía Y el torero era una dama con traje aproximadamente ranchero y haciendo ondear un capote taurino por encima de su repeinada cabeza o posándoselo sobre los hombros por el lado amarillo como si fuera un manto. "Oh no, esto ya es ir demasiado lejos, esto es un regicidio", pensé cuando leí en el guión que en la última escena Presley debía cantar Guadalajara en español y al borde del precipicio, jaleado hipócritamente por todos los mariachis juntos. Pero esto es capitulo aparte, y no fue culpa mía el desastre idiomático.

Continuará

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