Aplastados por su propio domicilio
"Si se me permite utilizar una frase que no es mía, amo demasiado a mi país para ser nacionalista". Albert Camus (Cartas a un amigo alemán).La anécdota es de la prensa uruguaya, probablemente. Un desprendimiento acabó con la casa y con la vida de un montevideano solitario. Tituló la sección de sucesos: Muere aplastado por su propio domicilio. Diego López Garrido, el fundador de una nueva probabilidad de izquierda en la vida política española, le dijo el otro día aquí mismo a Feliciano Fidalgo, hablando de izquierdas y derechas: "... En la mundialización de las cosas, ser de izquierdas es apostar por el universo, y ser de derechas es apostar por el domicilio".En España, muchos. españoles han apostado por su propio domicilio. Nada puede reprochárseles. Si acaso, debían ser conscientes de que, en efecto, han optado por ser de derechas, aunque en sus formas disimulen sus contenidos.
No puede decírseles que vayan a ser aplastados por esa honrosa residencia en la Tierra, porque tienen todo el derecho del mundo, de su propio mundo, a mirar para el lado que quieran, para el rescoldo que más les caliente. Pero sí conviene que sepan que en el otro lado, en el de quienes no son nacionalistas, no está necesariamente el error.
Lo que ha ocurrido en tiempos recientes, al haberse fragmentado tanto la piel del Estado, es que los que no son nacionalistas corren el riesgo de quedarse sin territorio. Unos podrán ser, en efecto, aplastados por su propio domicilio, pero ha terminado dando la impresión de que los otros, los que no querrían tener una sola casa, por cómoda que ésta sea, van a morir de sed en el desierto.
Durante años, el nacionalismo fue español, rojo y gualda, y esa larga experiencia oscura no nos curó de espanto. España no había sido una, como las madres, y la palabra patria llenaba los paredones, y a veces también los paredones de fusilamiento. Éramos una unidad de destino en lo universal, y lo universal era nuestro propio domicilio, en el que vivíamos aplastados e infelices, pero diferentes. Sabíamos, porque eso se decía mucho, que detrás de un tipo que daba vivas a la patria había una bandera explosiva. España era una y diferente, libre de mirarse al espejo como la madrastra de Blancanieves. De pronto, la gente se puso a viajar y comprobó que no era para tanto, que el espejo mentía mucho.
Ahora somos locales de todos los sitios, cada uno de su propio domicilio, de su club regional, cada uno con su enorme orgullo saliendo por las puntas de cada una de las banderas, cada uno con su espejito. Como mi tierra, ninguna. El otro día, en Tenerife, la tierra de este cronista, un hombre se acercó inopinadamente a la mesa para relatar con urgencia una opinión propia: "Como aquí, en ningún sitio". Nosotros asentimos, pero le indicamos tímidamente que era muy probable que dijeran lo mismo acerca de su tierra los habitantes de La Coruña. O los de Quarteira, en Portugal. O los de Mallorca.
Nos hemos hecho aficionados de nuestro propio domicilio, hinchas de las patrias sucesivas, en medio de grandes continentes para los que paradójicamente sólo hay fronteras cuando las cruzan los seres humanos hambrientos o de color negro. "Teníamos un problema y lo hemos solucionado...".
Nos hemos llenado de símbolos y de espejitos domiciliarios. El patio de la casa es el mejor del mundo y también es incomparable lo que rodea el patio, y nos hemos llenado del orgullo chiquito hasta para resaltar como benéficos nuestros propios defectos. Se ha acentuado la división entre el nosotros y el ellos, y en un lado y en otro del espejo habitan los buenos y los malos, independientemente de lo que dice el carné de identidad. Los vascos, los gallegos, los andaluces, los canarios, los murcianos y los de Cartagena, y los de tantos sitios, han ido como ciclistas veloces a buscar sus señas de identidad, las que les robaron o las que simplemente han intuido como propias, y han llenado el podio de las distintas patrias de banderas, símbolos y reliquias que han superpoblado el pecho henchido de orgullo y de medallas. Lo celebramos todo, lo bueno y lo malo, la conquista y la reconquista, con tal de tener fechas conmemorables. Los nacionalistas celebran ser conquistados y celebran ser reconquistados, y reclaman la liberación en medio de ambas conmemoraciones. Por contrapartida, esas calles de tanto festejo se han llenado de insultos para aquellos a los que no se les supone amor a los colores. Algunos son veniales, pero otros insultos son tan graves que ya forman parte de las estadísticas peores de este país sudoroso.
Estamos, como decía Octavio Paz en el debate sobre el futuro que reunió en Atlanta a ocho premios Nobel de Literatura, en lo particular, en la contemplación del propio espejo, en medio del ombligo, y el ombligo es único y es bello. Barremos la casa, y la barremos para adentro. Lo universal es ajeno, está fuera del patio, no nos interesa. La condición humana se ha hecho insular, el universo puede esperar. Tendemos la ropa en las azoteas propias, y cuando alguien saca la ropa sucia y la aventa para que otros la vean es calificado de traidor y de antipatriota. Falta autocrítica, historía y perspectiva, y falta, como en ese mismo debate cultural señalaba el poeta ruso Joseph Brodsky, incertidumbre. Incertidumbre para buscar desde la duda la certidumbre, para dejar a mitad de camino la tentación del extremismo.
La vida reciente está llena de pasión por el domicilio. La consecuencia de ese amor propio ha llenado de horror ciudades tranquilas, ha destrozado bibliotecas y memorias, ha desbaratado millones de ilusiones y ha dejado simplemente sin vida a aquellos que habían nacido en el tiempo en que la existencia no tenía por qué ser parecida otra vez al agujero de una trinchera. La palabra patria ha cruzado como un viento helado la Europa reciente, y el término domicilio se ha quedado entre nosotros como el lugar que nos resguarda. La seguridad y la certeza. La apuesta por lo nuestro. El propio domicilio. ¿Y en qué casa vamos a vivir los otros?
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