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Breve historia de un dinero malgastado

En un viaje a Roma -el único lugar del Extranjero al que ya desde hace muchos años no me niego a ir-, en el autunno romano especialmente divino del 94, mi amiga Rosa Rossi nos llevó, a mi mujer, Demetria Chamorro, a Tomás Pollán y a mí, a visitar la iglesia y el monasterio de Santa Sabina. Yo conocía una leyenda según la cual Santo Domingo de Guzmán, viajando a pie, con algunos compañeros, de camino a Italia, y con un gran saco a las espaldas, sobre cuyo contenido los compañeros no se atrevieron a preguntarle nada hasta que, llegado el paso de los Alpes, compadecidos de verlo ascender por aquellas tremendas e interminables rampas con semejante peso a las espaldas y verosímilmente con el ánimo de ofrecerse a relevarlo, se sintieron finalmente movidos a averiguar el caso, respondió: "No son más que cucharas de palo para nuestras hermanas de Santa Sabina, porque en ningún otro lugar saben hacerlas mejor que en Caleruega". Caleruega es, como se sabe, el lugar de nacimiento de Domingo de Guzmán. Sin embargo, un fraile dominico, altivo y elegante, que nos hacía como de cicerone me chafó la historia negando rotundamente que ni en el siglo XIII ni en tiempos posteriores hubiese habido allí una comunidad de monjas dominicas. Pero esto no es más que un inciso; a lo que quería ir es a que Rosa, conocedora de mis particulares simpatías, puso un empeño especial -teniendo que vencer la denodada resistencia del fraile, que alegaba que no estaba abierto al público, ya no recuerdo si porque era clausura o por qué sé yo qué- en que yo viese el claustro, para poder decirme, una vez que el fraile, cediendo a su insistencia, se avino a regañadientes a franquearnos el acceso: "Aquí residió bastante tiempo y por aquí se paseaba Santo Tomás de Aquino". Ella sabía muy bien que, aunque yo no soy nada fetichista, me produciría mucho más placer ver aquel claustro -por lo demás, totalmente carente de eso que gustan de llamar "valor artístico"- que admirar los primores arqueológicos y artísticos de la iglesia de Santa Sabina.Ya una vez terminada toda la visita y encaminándonos hacia la salida del conjunto vimos que había -tal como suele en estos lugares tan famosos y asíduamente visitados por toda clase de gentes tanto nativas como forasteras- una habitación llena de mostradores y vitrinas, en la que aquellos buenos frailes mendicantes tenían puesta a la venta toda suerte de postales, ya sea aisladas o en acordeón, cantidad de Woytilas de todos los tamaños, folletos, planos, estatuillas, libros, reproducciones, suvenires, estampitas, medallas o rosarios (pues no se olvide que fue precisamente el fundador y epónimo de tan ilustre orden mendicante el que inventó, probablemente imitado del Islam, nuestro santísimo rosario); pero mis ojos no quisieron buscar allí otra cosa que una uera effigies de Tomás de Aquino. Uera uera no tenían ninguna, si es que ha existido alguna vez. Sólo pudieron ofrecerme dos, relativamente poco posteriores a su muerte; descarté la primera, porque se me antojó totalmente imaginaria. La segunda, en cambio (una buena reproducción, de unos cuarenta centímetros de lado, y tomada de un fresco, con sus grietas y en colores creíbles, sin brillo ni estridencia), aun siendo cerca de cien años posterior al de la muerte de Tomás de Aquino, me pareció regida por una intención escrupulosa de evocar su uera effigies, como si el pintor se hubiese tomado la preocupación de documentarse en todas las descripciones escritas o incluso en algún dibujo tomado del natural que aún pudieran quedar de sus facciones cuando el fresco fue pintado. Era una figura en tres cuartos, que mostraba la parte alta del torso, o sea los hombros y el arranque de los brazos, un cuello corto y grueso y una cabeza redonda, tonsurada, el rostro rasurado y tal vez hasta un punto mofletudo; y en fin, desde los hombros anchos y redondeados hasta la rapada bola craneal que asomaba por cima de la estrecha corona de pelo corto y entrecano, la imagen de un hombre gordo, con esa mansa pesantez bovina que le valió en La Sorbona el sobrenombre de "El buey mudo". Como pintura, era más bien mediocre, casi tirando a mala, pero eso a mí no me importaba con vistas a ponerle un marco y colgarla en la pared para rendir algún modo de homenaje a la memoria del representado, ya que no me era dado hacerlo como aquel anónimo fraile de su Orden que en el blanco que quedaba de la página, bajo la última línea que el filósofo escribió en su vida, puso esta conmovida anotación: Hic moritur Thomas. O mors, quam sis maledicta!

Pero, ¡ay de mí!, cuando ya vuelto a casa, deshago la maleta y desenrollo la reproducción, decidido a llevarla cuanto antes a enmarcar, he aquí que se me cae el alma a los pies y veo que se me ha vuelto totalmente imposible llevar adelante mi propósito, al percibir de pronto en el retrato algo que superaba cualquier posible límite de lo que mi simpatía por el santo habría estado dispuesta a soportar y que, por otra parte, se me antojaba, por añadidura, hasta un ultraje a su memoria, pues reparé súbitamente en que el sin duda bien intencionado artista había tenido la mala fortuna, la gafada suerte -y hasta la mala folla, se podría decir, de no haber sido absolutamente imprevisible para él- de sacarle a la efigie de Tomás de Aquino, así, fortuitamente, como por un mal aire, cierto remoto parecido con don José Ortega y Gasset. Con lo que huelga decir que la reproducción, tan celosamente traída desde Roma, protegida en un rollo de cartón, tuvo que ir a parar sin más ni más directamente a la basura. Y es que hay que ser cuidadosos con los gastos, porque a veces, especialmente en los viajes, parece que andamos alegremente por ahí comprando cosas como tontos.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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