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Tribuna:Relatos de verano
Tribuna
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En ausencia de Blanca (2)

Antonio Muñoz Molina

Por También ahora estaban dando las noticias cuando ellos empezaron a comer: Mario había llegado tan pronto que aún duraba la información nacional. Paladeó con entusiasmo la vichisoisse, que era una de las recetas que mejor le salían a Blanca, y al hacerlo ella se lo quedó mirando con la cuchara suspendida junto a la boca y él temió haber sorbido ruidosamente, y la siguiente cucharada ya la tomó con una contención absoluta, presionando en silencio los labios, tragando con sigilo y limpiándose inmediatamente después la boca con el filo de la servilleta.Blanca era una comensal impecable: siempre mantenía la espalda recta y se quitaba la servilleta del regazo antes de levantarse, por ejemplo, y en el modo en que pelaba con cuchillo y tenedor una naranja o un caqui había una perfección que para Mario, antiguo monaguillo, tenía algo de litúrgica. Mientras tomaban la vichisoisse Blanca había empezado a explicarle algo sobre un proyecto cultural en el que era posible que le ofreciesen un trabajo menor -como traductora, tal vez, o como figurinista- pero él no estaba haciéndole mucho caso, aunque fingía un interés absorbente: lo que le interesaba, lo que lo mantenía absorto, no eran las vagas esperanzas laborales de Blanca, sino su presencia milagrosa y diaria, el sonido ligeramente nasal de su voz, la manera en que se movían sus labios, la atención tan concentrada y tan grave con que sus ojos estaban detenidos en él mientras le hablaba de alguien al parecer muy célebre al que muy pronto tendrían ocasión de conocer los dos: el nombre, Lluís Onésimo, le pareció familiar a Mario, pero no quiso hacer preguntas más detalladas por miedo a resultar ignorante, y además oyó algo en la televisión que lo distrajo por completo.

El locutor del telediario hablaba de una exposición de Frida Khalo que acababa de inaugurarse en Madrid. Días antes, al leer en el periódico la noticia anticipada de la exposición, Blanca se había empeñado fervorosamente en que los dos debían viajar a Madrid para verla: una ocasión única, una antológica que no volvería a repetirse en sus vidas. Mario, de espaldas al televisor, ingiriendo en silencio una cucharada exquisita de vichisoisse, espió la cara de Blanca en espera de los signos de entusiasmo y ulterior amargura que el nombre de Frida Khalo despertaría en ella: vería alguno de sus cuadros en la pantalla, uno de aquellos autorretratos que Mario, en secreto, consideraba abominables, se lamentaría de no vivir en Madrid, de no tener tiempo ni dinero para viajar a donde le apeteciera, hasta era probable que ya no siguiera comiendo, o que dejara de hablarle, retirada al silencio como a una habitación que para él sería siempre inaccesible.

Dos o tres veces se repitió el nombre de Frida Khalo, y cada vez Mario temió la reacción inevitable de Blanca, como quien ve un relámpago y aguarda y cuenta los segundos que tarda en sonar el trueno. Pero el locutor pasó a dar una noticia de deportes, y Blanca siguió hablándole de un posible trabajo que él no acababa de entender en qué consistía, pero que le animó calurosamente a perseguir: pensaba, pero no era capaz de decírselo, que lo que Blanca necesitaba era preparar unas oposiciones de algo y conseguir una plaza fija. Tal vez que no hubiera hecho caso a la noticia sobre la exposición de Frida Khalo era un buen signo: ojalá cambiara, pero no mucho, sólo un poco, lo justo para no enclaustrarse con tanta frecuencia en el silencio y para no rechazar con hostilidad tajante la idea de tener un hijo.

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Otros la habrían considerado una mujer inconstante: para Mario, que Blanca hubiera emprendido tantos trabajos diversos y mostrara entusiasmos tan dispares eran pruebas de su vitalismo de su audacia, de una instintiva rebeldía que a él le resultaba mucho más admirable porque carecía en gran parte de ella. Con becas siempre ruines, con amargos apuros, sobreviviendo en pensiones a los inviernos tristes del final de la infancia, él había venido de su pueblo a Jaén para estudiar el bachillerato, que terminó con notas excelentes en los tiempos en que aún había reválidas, y luego, acobardado por la duración y las dificultades de la carrera de aparejador, que era la que de verdad le gustaba, se había hecho delineante. Seis años más joven que él, criada ya en los tiempos de los televisores en color, los yogures y las vacaciones en la playa, Blanca tenía una idea mucho menos penitenciaria del mundo, pues nadie le había inculcado los dos principios, que ensombrecieron la infancia de los varones de la generación y de la clase social de Mario: que al nacer habían venido a un valle de lágrimas y que debían ganar el pan con el sudor de sus frentes.

Blanca pertenecía a una opulenta familia malagueña de abogados, notarios y registradores de la propiedad, pero nunca había querido beneficiarse de las ventajas sociales de su origen, lo cual a Mario le parecía heroico, si bien tampoco aprobaba la vehemencia con que ella solía hacer escarnio de todos sus parientes, empezando por su madre, una viuda amenazadora que usaba pestañas postizas, fumaba Winston extralargo y jamás prestaba atención a nada que no fuese ella misma, pero que más de un - a vez les había resuelto un apuro con una transferencia bancaria instantánea 0 un cheque al portador.

La penuria lo vuelve a uno amedrentado y conformista: es la presencia segura del dinero, sospechaba Mario, lo que despierta y alimenta la audacia. Descontando las ayudas excepcionales de su madre, que podían tardar en repetirse años enteros, Blanca vivía del sueldo de Mario y de sus ganancias ocasionales como azafata de congresos, traductora de catálogos e incluso vigilante eventual de exposiciones, pero había crecido con tanta seguridad económica, había adquirido tan instintivamente la certeza de su posición, que no solía sentir ningún miedo hacia el futuro ni comportarse con prudencia, de modo que las dos ocasiones en las que había tenido un contrato formal había abandonado el trabajo al cabo de unos pocos meses: la cansaba la rutina, o no podía soportar a un jefe que se le- insinuaba. Para los temperamentos como el suyo, se dijo Mario, un horario fijo era peor que una condena a prisión. El inconformismo, la impaciencia, también la habían impulsado a comenzar y a abandonar dos carreras universitarias. A punto de cumplir los treinta años, Blanca, a diferencia de la mayor parte de la gente, no había renunciado a nada: quería pintar, quería escribir, quería saberlo todo sobre la ópera italiana o sobre el teatro kabuki o sobre el cine clásico de Hollywood, quería viajar a las ciudades más exóticas, a los países más imaginarios, se le humedecían los ojos viendo La dama de Shanghai o escuchando a Jessye Norman, la voz le vibraba cuando leía en el suplemento dominical de El País las delicias gastronómicas que servían en los mejores restaurantes de Madrid o de San Sebastián, delicias que por tener nombres italianos o franceses, cuando no vascos, Mario no era capaz de imaginar. De una vez para otra se le olvidaban las variedades de la pasta, por ejemplo, de modo que ya era una broma clásica entre ellos que él nunca llegara a recordar qué significaba gnochi, o al pesto, o carpaccio, por no hablar ya de la inaccesible terminología de las cocinas orientales, de las que Blanca fue entusiasta un cierto tiempo -aprendió incluso a manejar los palillos hasta que la desalentó la ausencia de buenos restaurantes chinos o hindúes en Jaén.

Cuando salían a cenar con amigos de Blanca, todos ellos expertos en gastronomía y en marcas de vinos, Mario delegaba gustosamente en ella, pero delante de extraños Blanca no bromeaba sobre la ignorancia culinaria de su marido, incluso le atribuía preferencias que él no sabía que tuviera, . pero que le sonaban como halagos: "A Mario lo que le gusta de verdad es una buena fondue", o "Mario no cree que el sushi que sirven en el japonés de Granada sea de fiar".

Mario se definía a sí mismo como hombre más de cuchara que de tenedor, pero no dejaba de apreciar y de agradecer las sutilezas culinarias de Blanca: las cosas que ella cocinaba tenían un sabor más delicado y más suave, sorprendente, con matices extraños de acidez o dulzor, incluso con tonalidades de color cuya sutileza se parecía a la de los aromas y sabores. Amaba la manera de cocinar de Blanca tan incondicionalmente como el metal de su voz o su forma de vestir, y no estaba seguro de que la presencia de ella junto a él no fuese el principal condimento de platos que de otro modo habría rechazado su paladar tan rústico, educado o estragado indeleblemente por las sopas de fideos, los potajes de garbanzos, lentejas o judías, los duros filetes con patatas, las pescadillas tristísimas de la pensión.

El sabor de las comidas de ella le procuraba una emoción sensitiva de un orden parecido al de los besos de su boca: era la emoción de lo nuevo, de lo que no era del todo suyo, de lo desconocido y lo inaccesible, de todo lo que él no habría sabido jamás que existiera de no haber sido por la presencia y el influjo de Blanca. El dinero, pensaba, no sólo lo educa a uno, y le da un peculiar bronceado a su piel, y le quita el miedo a la incertidumbre: el dinero también lo vuelve a uno cosmopolita, le enseña a manejar idiomas extranjeros y cubiertos exóticos. Él, que nunca estaba seguro de con qué mano se cogía la pala del pescado, se rendía de admiración al ver con qué rapidez y pericia usaba Blanca los palillos en los restaurantes chinos, abriéndolos y cerrándolos como si utilizara un compás.

Si enumeraba uno por uno todos los gestos que conocía y atesoraba de ella, Mario no encontraba ninguno que no tuviese como un acabado secreto y cuidadoso de perfección y naturalidad, de tal modo que su amor era en igual medida vigilante y ecuánime: la quería lo mismo por el color de su pelo que por el radicalismo de sus convicciones políticas, por su atractivo sexual que por la forma exquisita con que pelaba una naranja, y le importaba tanto de ella el olor de su colonia como la altura intelectual de su conversación. Incluso iba poco a poco logrando que le gustaran casi todos los amigos de Blanca, especialmente los homosexuales, de los que no temía nada. El que no le gustó desde el principio, desde antes de verlo, desde el mismo momento infortunado en que oyó por primera vez su nombre, fue aquel individuo, Lluís Onésimo, dramaturgo o dramaturgista o algo parecido, artista plástico, hipnotizador, estafador, metteur en scène, como él decía, mirando a Blanca como si Mario no existiera, hablando francés con acento valenciano, salpicando su conversación de palabras que muy pronto se agregaron al vocabulario de Blanca y de sus amigos, stage, mediterráneo, virtual, instalación, performance, multimedia, palabras que despertarían enseguida en Mario reacciones instintivas de odio semejantes en su virulencia a un salivazo ponzoñoso, a la picadura rápida y letal de un escorpión: salivazo que sólo él, Mario, recibía, picadura ensañada por su resentimiento que sólo era letal para él mismo.

Por supuesto que Onésimo no fue el primer moscón en acercarse con seducciones intelectuales a Blanca, el primer parásito de su reverencia incondicional hacia cualquier forma de talento. Con la excepción de Mario, cuya única habilidad lejanamente plástica era el dibujo lineal, todos los novios anteriores y casi todos los amigos actuales de Blanca cultivaban alguna forma de arte y s e mostraban vorazmente interesados en todas las demás, sin exceptuar siquiera la tauromaquia, la peluquería y la canción española. En las jerarquías misteriosas de aquella gente, sastres y peluqueros y cantantes de género aflamencado merecían la misma reverencia que los pintores o los escultores, hecho que a Mario al principio le sorprendía, por haber sido educado en el respeto algo miedoso de los pobres hacia el Arte y el Saber, pero que luego fue encontrando gradualmente natural, no sólo porque uno se acostumbra a todo, sino porque al fijarse con más detalle en las obras de aquellos pintores y escultores que Blanca frecuentaba no les supo apreciar mucho más mérito que a un corte de pelo.

Una cautela instintiva y un lacerante complejo de inferioridad le impedían manifestar sus opiniones: y muchas veces lo que le pasaba era que carecía por completo de una opinión, y que le era preciso improvisar una por miedo a que lo tomaran por un simple. Temía equivocarse y temía ofender, pero sobre todo mostrar como una evidencia que no estaba a la altura intelectual de los amigos de Blanca. El primer novio de su adolescencia había sido un aprendiz de cantautor casi tan joven como ella. En su posterior biografía sentimental constaban un fotógrafo, un aspirante a director de cine y un profesor universitario fanático de Verdi y diez años mayor que ella: cuando conoció a Mario aún sufría las últimas consecuencias de un romance abrasado y desastroso con el pintor Jaime Naranjo, llamado Jimmy N. por los más modernos o más babosos de sus incondicionales, enfant terrible de la vanguardia local y acaparador de todos los premios oficiales de la provincia.

A lo largo de la última década, la vida sentimental de Blanca se pareció, a juicio de Mario, a la de cualquiera de aquellas mujeres cuyas biografías coleccionaba ella, Misia Sert o Alma Mahler o Lou Andreas von Salomé, so bre alguna de las cuales tenía pensado escribir un ensayo muy largo que siempre estaba en los borradores previos. Primero en Málaga y en Granada, y luego en Jaén, Blanca se había relacionado apasionadamente -aunque a veces tan sólo en el plano intelectual con hombres cuya inteligencia y cultura acomplejaban en secreto a Mario cuan do la oía hablarle de ellos. No sólo había inspirado deseos: también canciones, poemas, pinturas, incluso, se decía, alguna novela de éxito notable, cuyo manuscrito, dedicado por el autor, guardaba ella en su biblioteca, en un rincón especial, sobre su mesa de traba jo, junto a otros manuscritos, siempre dedicados, de libros de poemas, guiones de cine, colecciones de relatos y hasta partituras de canciones. En las paredes del salón había dibujos y grabados con dedicatorias a lápiz para ella, así como un poema manuscrito, con tinta roja, verde y amarilla de rotulador, de Rafael Alberti, a quien Blanca, que había con versado con él unas cuantas veces, llamaba simplemente Rafael. En el dormitorio, sobre la cabecera de la cama, colgaba un gran lienzo semiabstracto de Naranjo, pintado un poco antes de su ruptura con Blanca, y justo en la pared de enfrente había un cuadro amarillento y nebuloso de Fernando Zóbel que tenía la notable virtud de darle sueño a Mario, cuyas reacciones frente al arte solían ser tan de orden físico como una erupción alérgica: Frida Khalo, por ejemplo, le provocaba un cosquilleo seboso, y peludo en el cielo de la boca, y Antoni Tápies una mezcla de aburrida tristeza y de ardor de estómago. Fingía un voluntarioso interés, no obstante, y se reprochaba con amargura a sí mismo su falta de sensibilidad, el desorden y la escasez de sus lecturas, la íntima pereza y la resistencia sorda con la que más de una vez se dejó llevar a un concierto, a una película, a un estreno teatral, a una de aquellas exposiciones en las que todo el mundo conocía y saludaba a Blanca y en las que predominaban cuadros como de monigotes o bichitos y jóvenes de ambos sexos vestidos de negro riguroso y aquejados de una palidez fantasmal.

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