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Tribuna:Relatos de verano
Tribuna
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En ausencia de Blanca (1)

Antonio Muñoz Molina

Por La mujer que no era Blanca vino hacia Mario desde el fondo del pasillo, vestida con la blusa verde de seda, los vaqueros y los zapatos bajos de Blanca, entornando un poco al acercarse a él y sonreírle los ojos, que tenían el "sino color y la misma forma que los ojos de Blanca pero que no eran de ella, dándole la bienvenida en un tono de voz tan idéntico al de Blanca como si de verdad fuese ella quien le hablaba. Igual que Blanca, se inclinó un poco al besarlo, porque era ligeramente más alta que él, pero en lugar de mantener apretados los labios mientras rozaba los suyos con la rapidez ausente de quien repite un gesto diario y trivial los abrió en busca de la lengua de Mario, tan sorprendido entonces por aquella efusión inesperada que no supo responder a tiempo.En el aliento de ella y en la suavidad breve y carnosa de los labios le pareció que recobraba la delicia antigua de los primeros besos de Blanca, ahora falsificada, pero también idéntica, de una exactitud sin fallos, o casi, que lo volvía todo mucho más irreal. Agradeció el tacto de las manos que sin embargo no eran las manos de Blanca, el gesto extraño a ella de abrazar su cintura mientras lo guiaba hacia el comedor, como si él, su dueño, desconociera el piso en el que ya vivía antes de encontrarse con Blanca, o como si también el piso fuera un duplicado exacto y falso de algo perdido: el piso, los cuadros del pasillo, los muebles del comedor, que Blanca tanto criticaba, y no sin motivo, porque cuando Mario los compró tenía un gusto lamentable, el mantel bordado por la madre o por la abuela de Mario, la vajilla, los platos en los que humeaba una sopa recién hecha, recién servida por Blanca, que la había retirado del fuego al ver desde el balcón que Mario estaba cruzando la calle. Olía mejor que nunca, pensó Mario casi con remordimiento, notando por primera vez no que estaba empezando a rendirse, sino que existía esa posibilidad, comprendiendo con melancolía y alivio que no podría mantener siempre la hostilidad recelosa, la vigilancia intransigente, la desesperada soledad de un espía. A diferencia de Blanca, la mujer que ahora comía frente a él no se limpiaba los labios con la punta de la servilleta después de cada cucharada de sopa, ni alzaba los ojos con reprobación instintiva si él hacía el más leve ruido al ingerir la suya, y tampoco esperó inmóvil y sin decirle nada hasta que él cayera en la cuenta de que le correspondía traer de la cocina la fuente con el segundo plato y los cubiertos de la carne.

Blanca nunca habría encendido un cigarrillo antes de retirar la mesa, y menos aún se habría echado en el sofá a mirar la televisión sin dejar el comedor recogido y la cocina perfectamente limpia: Blanca, de hecho, apenas miraba la televisión, a no ser las noticias o un extraño programa nocturno de imágenes convulsas y ritmos metálicos que se llamaba Metrópolis, y en el que una vez apareció un reportaje sobre aquel pintor con el que ella vivía cuando conoció a Mario. Desenvuelta, impostora, vestida con la ropa de Blanca, la blusa de seda cruda que tenía casi el mismo tacto de su piel, los vaqueros tan ceñidos que la hacían más carnal y más alta, descalza ahora, los zapatos bajos de Blanca abandonados a los pies del sofá, la mujer que no era Blanca se recostaba en un ancho cojín de cuero negro y miraba la televisión fumando un cigarrillo, o nada más que sosteniéndolo, tan olvidada de él que si Mario no llega. a quitárselo oportunamente y con pulso infalible de los dedos se los habría quemado o habría derramado la ceniza sobre la alfombra, no sin peligro de dañarla.

Pareció dormitar mientras Mario quitaba la mesa, pero abrió los ojos y se lo quedó mirando fijo en un momento en que él la observaba desde el interior de la cocina. Se daba cuenta de que ahora sólo se atrevía a mirarla con atención e intensidad cuando ella no lo estaba mirando, por una superstición de vigilancia impune que en realidad le resultaba inútil, y con frecuencia embarazosa, porque aquella mujer lo descubría enseguida, sonriéndole siempre con una especie de fatigada tolerancia: ahora, por ejemplo, mientras fregaba los platos, la había estado mirando desde la cocina, queriendo distinguir sí su pecho ascendía y bajaba, creyendo que oía el ritmo calmoso de su respiración entre los ruidos del telediario, confiándose, y poco a poco, sosteniendo entre las manos un paño húmedo del que no se acordaba, había ido aproximándose a la puerta del comedor, y abandonando por lo tanto el ángulo de la cocina en el que ella no podía verlo, con una mezcla absurda de cautela y descuido, y seguramente, a cada paso que daba, su cara iría adquiriendo esa expresión particular de alguien que mira algo creyendo que no es observado, y justo entonces ella abrió los ojos, sin sorpresa alguna, y desde luego sin alarma, como si hubiera escuchado sus pasos o hubiera podido medir su cercanía por el rumor creciente de su respiración. Los ojos desde los que no miraban las pupilas de Blanca se detuvieron en el paño mojado que él aún sostenía y luego fueron ascendiendo hasta encontrar la mirada huidiza de él y retenerla. Los ojos color avellana de Blanca, el pelo liso y negro de Blanca, las pecas leves de su nariz, el rosa intenso de sus labios, los anillos de Blanca en los mismos dedos donde ella se los ponía, su anillo de casada. Se acercó a ella, la vio encogerse y luego extender los brazos con negligencia gozosa, la oyó decir su nombre con la voz de Blanca, más cálida ahora que casi nunca, sin ese punto sutil de lejanía y frialdad que él siempre se había negado a aceptar que existía, igual que se había negado a ver y oír y comprender tantas cosas, tanta mentira ínfima, tanta callada deslealtad. Dio un paso más, dejó el paño sobre la mesa, temió que le quedara en las manos olor a detergente o a grasa, se arrodilló junto al sofá, al lado de la mujer en cuyo aliento percibía matices ajenos al aliento deseado y añorado de Blanca, al sabor jugoso de la boca de Blanca. Lo sorprendió, al inclinarse sobre ella, el regreso de la excitación, la falta inesperada de nostalgia, aunque no de recelo. Pensó que también él aprendía a fingir y quiso justificarse diciéndose, mientras le retiraba el pelo de la cara y le besaba los párpados y le mordía sólo con los labios un lóbulo ligeramente más carnoso que el de Blanca, que el aprendizaje de la simulación le serviría para descubrir la mentira, nunca para acomodarse a ella. Pero lo cierto es que conforme la iba acariciando y besando y le desabotonaba la camisa verde de seda cerraba con más fuerza los ojos, y así había instantes en los que estaba seguro de acariciar y de besar a Blanca, de reconocerla en la voluntaria oscuridad con una certeza que ni su razón ni sus sentidos podían ya concederle.

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Mario López casi nunca se quedaba a tomar cañas con los compañeros después del trabajo. No era insociable, en modo alguno, y se preciaba de no llevarse mal con nadie en la oficina, pero cada día, a las tres menos diez, cuando los funcionarios salían de la Diputación Provincial y se dispersaban en grupos rumorosos y ávidos por los bares cercanos, él inventaba una excusa o simplemente decía un adiós enérgico, y apresuraba el paso para llegar cuanto antes a casa, procurando que el momento en el que abría la puerta y llamaba a Blanca no sucediera después de las tres y cinco, las y diez como máximo.

La única codicia que era capaz de concebir en sí mismo era la del tiempo que pasaba con ella: si entregaba diariamente siete horas de su vida a la Administración, si consagraba otras siete al sueño, cualquier descuido en el uso de las siete que aún le quedaban para vivir con Blanca sería un culpable dispendio, una amputación cotidiana de su felicidad. Algunas veces, nada más abrir, recibía como una bienvenida las señales obvias de su vida doméstica, de la presencia habitual y siempre deseada de Blanca: el olor de un guiso, el ruido de los platos y de los cubiertos que Blanca ya estaba poniendo en la mesa, tal vez la música inicial del telediario, los días en que era excepcionalmente rápido y llegaba a las tres en punto, cuando no había pegas de última hora en la oficina ni encuentros impertinentes en la calle. Pero otras veces abría la puerta y al principio no oía nada ni olía nada, y durante una fracción de segundo, todavía en el vestíbulo, con el llavero en la mano, sufría un acceso infundado pero virulento de pavor: Blanca había tenido que marcharse sin poder avisarle para asistir a su madre moribunda, Blanca había sufrido un accidente en la calle, Blanca lo había abandonado. Pero sólo eran uno o dos segundos: la llamaba y oía su voz muy adentro del piso, tras la puerta cerrada del cuarto de baño, o era simplemente que estaba tan distraída en el estudio, o tan ensimismada en un libro o en una transmisión de Radio Clásica que no había oído la llave.

En la oficina, los compañeros le hacían bromas sobre su prisa por volver. 0 Blanca lo tenía en un puño, especulaban, o era que no podían pasar el uno sin el otro, y que al cabo de varios años de matrimonio aún se comportaban como recién casados. Esto último enorgullecía íntimamente a Mario, pues lo consideraba cierto, y si no secundaba las bromas ni las sugerencias sexuales que sus compañeros iniciaban era por un escrúpulo sagrado de pudor. Su vida con Blanca era demasiado valiosa como para permitir la intrusión o los comentarios de nadie, ni siquiera de los amigos más próximos. El lenguaje sexual que se escuchaba en la oficina cuando no había ninguna mujer presente, y peor aún, el de las conversaciones en el bar a la hora de las cañas, eran de una grosería que Mario consideraba cuartelaria, de una brutalidad ofensiva siempre para las rnujeres, sobre todo aquella que a él le importaba más, la suya.

Este era otro de los motivos por los que raramente se quedaba a tomar cañas después del trabajo: permanecía callados lo que en ciertas conversaciones era muy embarazoso, no sabía mostrar interés hacia las historias de adulterios que contaban los otros, no se unía a las quejas comunes y rituales sobre la vida matrimonial, no tenía ninguna gracia contando chistes, le molestaba el humo de los cigarrillos, lo mareaban la cerveza y las discusiones políticas, se aburría. Las veces en que no le quedaba más remedio que agregarse a las celebraciones comunes -en vísperas de Navidad, por ejemplo, o cuando era el cumpleaños de algún superior y éste los invitaba a unas raciones- pasaba el rato mirando de soslayo el reloj, intentaba reír casi tan sonoramente como los otros, se extenuaba escuchando historias en las que no tenía interés alguno y chistes verdes que ya eran viejos en su adolescencia, y cuando ya había pasado lo que él consideraba un tiempo prudencial y se había bebido un par de cervezas, o de vasos de vino, inventaba un pretexto urgente y abandonaba la reunión. Respiraba con alivio el aire de la calle y caminaba hacia su casa con ligereza y alegría, aunque más bien exhausto, como si hubiera necesitado toda su energía para desprenderse de un organismo pegajoso.

Blanca solía decir que llevaban una vida de la que estaban ausentes las grandes experiencias, y en eso él le daba la razón, pero también pensaba, en sus días mejores, cuando volvía a casa unos minutos antes de las tres y no se había llevado ningún disgusto en el trabajo, que para él no había mayor experiencia que la de ir caminando por las calles de siempre y saber que, a diferencia de todos los hombres que pasaban a su lado, los que bebían en los bares y hablaban con cigarrillos en la boca, los que se volvían con ademanes hambrientos al paso de una mujer, él tenía el privilegio de desear por encima de todas las mujeres a aquella con la que se había casado y la seguridad absoluta de que cuando abriera la puerta de su casa iba a encontrarse con ella. Era verdad que vivían en Jaén, que no es precisamente el centro del mundo en lo que a actividades culturales se refiere, y que ninguno de los dos tenía un trabajo excitante -Blanca, de hecho, pasaba temporadas enteras sin trabajo-, pero a Mario esas limitaciones le importaban menos de lo que él mismo decía, y en cualquier caso eran compensadas por una serie de circunstancias favorables que a su juicio sería insensato despreciar: tenían un buen piso, un séptimo con terraza en el Gran Eje, comprado por Mario a un precio excelente cuando aún no arreciaba la fiebre especuladora de los últimos ochenta; en tiempos de inseguridades y de crisis Mario disfrutaba de una plaza en propiedad y un sueldo que si no era cuantioso nunca les faltaba a fin de mes, así como un horario, de ocho a tres, que le permitía hacer otros trabajos por las tardes, aunque él no era amigo de salir de casa, y albergaba el propósito de matricularse alguna vez en la universidad: era delineante pero no renunciaba a convertirse en arquitecto, o más bien no renunciaba Blanca, ya que a él la carrera que más le gustaba era la de aparejador. Algunas veces, cuando estaban con amigos de ella, Blanca decía alguna vaguedad sobre el oficio al que se dedicaba su marido. Eludía usar la palabra delineante, pero la que ya no soportaba ni pronunciaba nunca era funcionario. Para referirse a las personas que más detestaba, las rutinarias, las monótonas, las incapaces de cualquier rasgo de imaginación, decía:

-Son funcionarios mentales.

No faltaba mucho para que Mario López se preguntara tristemente si no habría ingresado él en la categoría funesta de los funcionarios mentales. Días antes de que eso ocurriera, un lunes de junio, llegó a casa a las tres y dos minutos -había tardado exactamente doce desde que fichó de salida en la oficina, y durante su caminata habitual había disfrutado de un viento saludable, salobre, casi marítimo, con olor a lluvia, excepcional para aquellas fechas, un viento que sacudía las lonas de los toldos y daba ganas de vivir- y nada más abrir la puerta notó con gratitud y júbilo los olores cotidianos de su casa, el de la limpieza, el de los muebles encerados, el de la comida que acababa de prepararle Blanca.

Seis años después de conocerla aún se conmovía cada vez que se acercaba a ella. Al mismo tiempo que la llamaba por segunda vez la vio venir desde las habitaciones del fondo. Supo instantáneamente que se encontraba de buen humor y que en el momento de besarse le ofrecería la boca, cosa que no ocurría siempre. Dejó en el suelo la cartera para poder abrazarla y al mirar tan de cerca sus facciones admirables se acordó de una de sus raras discusiones con ella. Blanca, irreflexivamente, en el calor de una disputa que también él había alentado, y de la que pasó semanas arrepintiéndose con obstinada amargura, lo acusó de conformarse con demasiado poco, de carecer, le dijo, "de la más mínima ambición". Mario, sereno de pronto, le contestó que ella, Blanca, era su máxima ambición, y que al tenerla consigo ya no sabía ni quería ambicionar nada más. Lo miró muy seria, ladeó la cabeza, se le humedecieron los ojos, dio un paso hacia él y cayeron cada uno en los brazos del otro, y luego en el sofá, besándose con el aliento entrecortado mientras se buscaban la piel debajo de la ropa, procurando no oír la televisión, donde sonaba a todo volumen la música de un noticiario.

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