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Tribuna:HOGUERAS DE AGOSTO
Tribuna
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La sirenita del Náutico

Marta Chávarri añade emoción a nuestras insignificantes vidas

Su Majestad doña Sofia desayunaba con una noble parienta en la terraza del Náutico, antes de que la XV Copa del Rey iniciara su elegante singladura -bella expresión, ¿no creen?-, cuando entre el papparazerío se organizó un jaleo de tres pares de charreteras -vean cuán impuesta me encuentro en el lenguaje noble de Alejandro Dumas, y el temple que le echo- debido a que alguien de la organización, Puig les comunicó que Marta Chávarri estaba haciendo su entrada en el selecto recinto. De lo que sucedió a continuación corren varias versiones: una, que la Chávarri -a quien acompañaba Javier Escobar, uno de esos acompañantes para todo, menos para lo que ustedes están pensando, que nunca falta en la vida de toda mujer- pretendió acercarse a la Reina para hacerse una foto y que, al serle impedida la osadía, se puso de los nervios y se largó a refrescar sus penas en alta mar; dos, y ésta es la más creíble, que la agraciada -millón y medio al mes de pensión- antigua esposa de Alberto Cortina, después de recorrer el sector boutiques del Náutico, deteniéndose especialmente en el chiringuito dedicado a relojería fina, se asustó ante la nube de fotógrafos, y como que se desvaneció en el éter, o salió cagando leches, como yo, solía decir cuando no era fina.Su próxima aparición fue...Pero no, permítanme que, antes, les cuente que en la tienda de relojes instalada en el selecto mercadillo venden -por el módico precio de 300.000 a 500.000 pesetas- el mismo modelo que luce don Juan Carlos, apto para practicar todo tipo de deporte, pero sobre todo el náutico, y con un botoncico de alarma que el Monarca- puede tocar cuando se sienta perdido- sabiendo que, gracias al artilugio de James Bond, será localizado por nuestros fornidos defensores de la ley y el orden. El sibarita -o pijo, como le habría llamado en mis tiempos de ordinariez- podrá tener el reloj si suelta la pasta gansa, pero como le dé por tocar el pito le puede caer un multazo de señor padre.

Como iba diciendo, la siguiente materialización de Marta Chávarri fue en la proa de la embarcación de Enrique Puig, miembro de la señera familia de perfumeros que organiza la Copa. Iba erguida y ululante, aunque para nada el tipo de mascarón que un Neruda hubiera añadido a su colección de Isla Negra, salvo que la quisiera para el apartado pisapapeles. Un poco más hacia allá, en otro velero y en calidad de invitado iba el píloto Carlos Sainz, el campeón automovilístico cuyo padre, verdadero precursor del trato al negro sin necesidad de gastar en sedantes ni en esparadrapo, fue absuelto de haber disparado al aire matando al africano que tiró del bolso de su señora y luego cometió el error de salir volando. Sainz se agarraba a donde podía, bastante más lívido que cuando recorre los circuitos y las pistas mundiales. Sería por la caló.

Les cuento lo anterior para desengrasar, y, más que nada, para olvidar. Porque, desde que volví de Oropesa, noto que no soy la misma y que una tortura interior me corroe. Todos sabemos que, cuando se sufre un traumatismo -lo que yo, en tiempos no remotos, no habría dudado en calificar como una buena hostia-,al principio como que no lo notas, y sólo en frío te das cuenta de la magnitud del moratón y del brutal dolor que te invade. Pues bien: no he podido dormir, ni creo que lo consiga, salvo que me anestesien con una transfusión de sangre de Heini von Thyssen, pensando en lo que el lunes ví con mis propios ojos y, como consecuencia, tuve nefasta premonición. Es decir, vi que tenemos un presidente de Gobierno que cree que lo que tiene delante de su casa de verano es una playa. Y sí él cree que eso es una playa, todo es posible.

Hasta ahora fui una optimista, y creí que lo de que López Arriortúa, responsable de producción y compras del grupo Volkswagen y que va a meterse a recortador patológico en Sanidad, era una intoxicación difundida por los socialistas. Ahora, desde que vi a Aznar confundir un sumidero con el paraíso, sé que lo peor aún está por llegar, y que será indescriptible. No hay límites para la audacia del mediopelo venido a más.

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