Con la fresca
No sé si me he vuelto gafe, si se trata de una mera casualidad o si tengo un lector (hecho que resulta de por sí reconfortante) que devora mis artículos, sí, pero con inquina y aversión. Quizá ocupe, digo yo, algún cargo ejecutivo por los intrincados meandros del poder municipal y ordene machacar con saña todo lo que me gusta, todo cuanto ensalzo.O puede que sea tan sólo mala suerte.Juzguen ustedes: en un trabajo publicado hace algún tiempo en esta misma sección bajo el título Amor mío, no hay palabras, aludí a un viejo merendero, cercado, en Francos Rodríguez. Desde la calle se divisaban restos de mesas y bancos corridos, olvidadas cajas de bebidas, antiguas botellas y una parra milagrosamente viva. Bueno, pues a la semana siguiente volví a pasar por allí y lo habían arrasado todo, incluida naturalmente la parra. Y lo curioso del tema es que las cosas por mí descritas llevaban allí años y años, "años de incuria liberal", que hubiera dicho el otro.
En Yesterday, más reciente, aplaudía la actuación en el Retiro de un sexteto peruano, loaba su música, tan plena de vida y saudades, subrayaba la gratitud que debíamos sentir los madrileños ante su espontánea, modesta y alegre presencia en nuestros parques. Para el domingo siguiente habían sido barridos, no sólo ellos, sino todos los demás músicos, cantores y buhoneros andinos. Y no han vuelto: en su lugar contemplo ahora, frente a la fuente de los Galápagos, dos señoras o señoritas bailando sevillanas. ¿Es lícito catalogar esta sustitución como ejemplo de racismo flagrante? Maestros tiene la SMI que sin duda serán capaces de articular una sesuda respuesta. Y yo, por si las moscas, escribiré hoy acerca de un tema inerradicable: la fresca.
La fresca existe, continúa vigente, y no sólo en la Casa de Campo ("¡baby Charlie ha hecho un chiste!"). La fresca, que se divide en tres -a saber: matutina, vespertina y nocturna- sigue ahí afuera, fiel a la posible cita, muy centrada en su papel de "mejor amiga del hombre abrumado por la canícula". Sucede, sin embargo, que hogaño resulta normal la refrigeración en los establecimientos públicos y que también los hogares se defienden como pueden: ¿quién no posee al menos un modesto ventilador? Y hay aire acondicionado a tutiplén en las mansiones de los cresos. En consecuencia, la gente ya no se lanza en masa a la calle buscando la fresca: la disfruta a domicilio.
Bien distinta era la situación en los tiempos que tan divinamente narra Galdós. El veraneo resultaba asequible tan sólo para un puñadito de privilegiados,el lastimoso "¿qué dirán?" característico de la larguísima decadencia moral y social española abocada a las familias presuntamente bien a encerrarse a cal y canto durante un mes, fingiendo que se habían ido a la sierra o a la costa... y el sol no se andaba con chiquitas. Fulgía sobre Madrid, majaba a los madrileños. Los adoquines del empedrado público se encargaban de almacenar el fuego recibido, con la misma eficacia que los antiguos ladrillos refractarios guardaban el calor en el invierno, y por las noches lo pro yectaban, inmisericordes, hacia el cosmos. Angustia, insomnio, desesperación. Para no morirse del todo, había que lanzarse a la calle y buscar la fresca allá donde estuviese. Y la verdad es que entonces no existían, prácticamente, distingos sociales para defender se de "la" calor: si Fortunata se asfixiaba, Jacinta se asfixiaba en no menor medida. Sólo podían intentar remediarlo con ayuda del botijo -aunque la segunda tomase agua, azucarillos y aguardiente-, el aba nico, las corrientes de aire y, claro, la fresca.
Y, en fin, yo soy de los que todavía disfrutan de la dulce fresca madrileña, de los que siguen arrobándose con sus caricias y gratificándose en los adorables pliegues de sus turgencias. La fresca es la única chulapa de esta Villa y Corte que ha sobrevivido sin caer en la burda caricatura. No espera a las fiestas y fastos para disfrazarse, es ella misma y posee el don de la ubicuidad. Está en la Castellana, Recoletos y el Prado, en el Retiro como en el parque de la Montaña, el de Aluche o San Isidro, o en el mismísimo Campo del Moro. Está en las recoletas calles del Viso, en Manuela Malasaña, en la, Cava Alta y Cabestreros, sin clasismos ni tontuna semejante.
Y está, rica como ella sola, en el Jardín Botánico, donde mirtos y espliegos mezclan sus fragancias en nuestro honor, los pajaritos entonan motetes y a veces, a eso de las 10.15 a. m., local time, don Carlos III desciende de su pedestal y se sienta a mi lado para gozarla. No diré en qué banco, por si los munícipes iconoclastas.
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