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'Eppur si muove'

La campaña política norteamericana es tan superficial y aburrida que sólo parece interesar al presidente Clinton y al senador Dole. Repiten consignas agotadoramente familiares, se guían por consideraciones tácticas y evitan hablar de las convicciones fundamentales que posiblemente poseen. En las pasadas elecciones rusas participó el 60% del censo electoral, lo que obtuvo la desdeñosa aprobación estadounidense. Sólo el 52% de nuestros votantes participó en las elecciones de 1992 y sólo el 39% en las del Congreso de 1994. No es nada seguro que el próximo 5 de noviembre llegue a votar más del 50%. La mayoría de los ciudadanos se han retirado de la esfera pública a su vida privada. La desconexión existente entre la política y la vida cotidiana de nuestros ciudadanos es enorme. Eso, al menos, es lo que se observa por encima. La conclusión no es errónea, pero es parcial. En lo profundo de nuestra sociedad hay indicios de movimiento, aunque sea contradictorio e incoherente: la política puede volver, aunque sea bajo nuevas formas.Mientras tanto, a los norteamericanos corrientes les resulta difícil afrontar la realidad de su existencia social: que cuentan muy poco frente al poder del mercado. Educados para creer que son "individuos" que "gozan" de libertad, no pueden articular el hecho de que sus derechos como ciudadanos, sus deberes como personas, no cuentan ante la brutal arbitrariedad de la economía. Les han dejado sin voz. No pueden describir ni comprender los determinantes de su situación económica, y están obligados a renunciar a sus derechos como ciudadanos cuando cruzan el umbral de su lugar de trabajo.. Los candidatos presidenciales y los partidos han excluido del debate público la reevaluación en profundidad de nuestras instituciones económicas. Pero no han tenido mucho éxito en suprimir la cuestión: ronda como un fantasma por gran parte del escenario electoral. La actual posición en cabeza que atribuyen los sondeos de opinión al presidente Clinton puede ser efímera y se basa en la creencia (o la esperanza) de que defendería nuestro mínimo Estado de bienestar. El presidente es intelectualmente inconstante, busca siempre un terreno medio, especialmente donde no existe. La izquierda tradicional del Partido Demócrata (dirigida por los legisladores negros y los sindicatos y por los veteranos campeones católicos de la redistribución económica como los senadores Kennedy y Moynihan) critica a veces al presidente por su falta de carácter. No es su carácter el que falla, sino el vacío político en el que se encuentra la Casa Blanca.

Los jefes de gobierno europeos tratan conciudadanos que tienen una moderna comprensión de sus derechos, con una intelligentsia crítica y a menudo peleona, con sindicatos. Los presidentes de EE. UU se enfrentan sobre todo a los grupos de presión: grupos que actúan por puro interés u obsesiones ideológicas. En la era electrónica, la democracia estadounidense funciona de arriba abajo, dominada por sumas de dinero tan enormes y tan omnipresentes que el término corrupción está fuera de lugar: es muy poca la opinión que queda sin comprar.

En este lúgubre cuadro hay algunos rayos de luz. Desde 1789 hemos vivido con la retórica del liberalismo (la teoría de una ciudadanía autoactivadora y autodidacta) y, ocasionalmente, con la práctica. Ha habido periodos de renovación: la campaña abolicionista, las reformas de la era progresiva y del New Deal, el conflicto por los derechos civiles y el imperio hace 30 años. Los sindicatos, pilar del contrato social estadounidense en los años 1945-1968 (cuando los niveles de vida estaban subiendo y no, como ahora, bajando), están intentando recuperarse de la caída en el número de afiliados y su pérdida de empuje. Los grupos ecologistas han obligado a Clinton a resistir el ataque republicano a una tradición centenaria de protección ambiental. Los consumidores, los ancianos, los enfermos, las mujeres, los padres, las minorías étnicas y raciales, son cada vez más activos. Normalmente su actividad carece de coordinación, a menudo es frenética y carecen de un denominador común. No se reducen a los, que buscan un equivalente americano de la socialdemocracia. Los que se oponen a los impuestos, enfadados y ofendidos, los cristianos de un tipo u otro militantemente perseguidores, los defensores de las normas (totalmente imaginarias) familiares, los enemigos xenófobos de inmigrantes, racistas y furiosos defensores de un americanismo que no podrían definir sino en términos tribales, Constituyen el equivalente americano a la nueva derecha europea. Perot y sus seguidores personifican la versión estadounidense de la antipolítica, el resentimiento primitivo contra el Gobierno que, sin duda alguna, se encuentra en Europa. Ahora Ralph Nader, el defensor de los derechos de los consumidores y ciudadanos ha declarado que se presentará para presidente a no ser que Clinton renuncie a su ambigüedad y emprenda reformas serias. En suma, que en nuestra sociedad está ocurriendo mucho más de lo que muestra la CNN. Parte de la desorientación que afecta cada vez más al senador Dole se debe a su incapacidad para entender que la política convencional que él conoce está pasada de moda. Protegé de Nixon, está acostumbrado a la política de las consignas públicas y los acuerdos encubiertos. Su singular combinación de cinismo y ressentiment ya no resulta atractiva a los cínicos y resentidos: le ven como a un político egoísta más.

¿Qué interés tiene Europa occidental en estos detalles, incluso matices, de la historia americana? Los europeos han estado sometidos a una incesante campaña propagandística que insiste en que el modelo americano es, más que nunca, un gran éxito: ¿no hemos creado más de nueve millones de nuevos puestos de trabajo? Se silencia los míseros salarios, la ausencia de beneficios sociales, el pluriempleo, el trabajo a tiempo parcial y la inseguridad material y psicológica generalizada de más de la mitad de la fuerza laboral estadounidense. Pero estos fenómenos se encuentran en la raíz de la persistencia del racismo, de las milicias paranoicas, de la acelerada desintegración que padece nuestro país. Los apologistas americanos de nuestro mal disfrazado darwinismo social, del que tanto se habla en Europa, no ayudan a sus homólogos europeos por pura generosidad. Si el Estado de bienestar europeo superase su crisis actual, el partido de la reforma de Estados Unidos se reforzaría enormemente. Si vuelven a aflorar al debate americano las cuestiones de clases, . quizá podamos aprender algo recordando los años treinta y cuarenta. En los años treinta, la lucha tanto de los americanos como de los europeos occidentales ideológicamente experimentados fue primordialmente de clases. A pesar de la amarga oposición, Franklin Roosevelt salvó al capitalismo americano de sí mismo gracias a un programa de reformas sociales, el New Deal. Pretendía conseguir tanto la democracia social norteamericana como una alianza global para la democracia económica. El aparato americano, tanto oficial como oficioso, ha intentado recientemente lo imposible: reconciliar la idea de nuestra nación

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como vanguardia de la historia con las consecuencias morales y materiales, cada vez más destructivas, de la soberanía del mercado. (La ciudad de Atlanta ha hecho su modesta aportación barriendo de las calles a los sin hogar para que no molesten a los visitantes de los Juegos Olímpicos).

Dado que el debate sobre temas históricos mundiales como el matrimonio homosexual cede el paso en Estados Unidos a cuestiones de justicia económica, de los derechos de los ciudadanos en su lugar de trabajo, podemos esperar que la política americana se europeíce cada vez más, como ya lo estaba en los años treinta y, desde luego, en las décadas siguientes. Eso podría alterar el debate transatlántico. En lugar del triunfalismo americano, tan evidente en la Cumbre de Lyón, podríamos ser testigos de alianzas nacionales cruzadas (de sindicatos y partidos) que reemplazarían los clichés de Chicago y Davos con ideas- más serias. Los grupos no gubernamentales americanos y europeos ya han desafiado al Banco Mundial y al FMI. La consigna del nuevo movimiento sindical americano ("América necesita una subida") podría convertirse en parte integral de un movimiento para adaptar -en lugar de destruir el Estado de bienestar a las nuevas circunstancias. Es posible que la vuelta de la cuestión de las clases al centro de la política americana se vea bloqueada por a intensificación de nuestras actuales divisiones de cultura, etnia, raza y religión. En ese caso, en lugar de un resurgimiento de la idea de ciudadanía podríamos experimentar la desintegración acelerada de nuestra sociedad. Los europeos occidentales, por su propio interés, tienen buenas, razones para esperar de la política americana más honradez y lucidez.

Norman Birnbaum es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Georgetown, Estados Unidos.

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