Las vacaciones
Lo extraordinario de las vacaciones es su paradoja. Uno toma sus vacaciones para abandonar el presente y se encuentra el fardo de todos los demás haciéndose aún más presentes y a la vez. La consecuencia efectiva es que al ideal de fugarse lo sustituye un superencuentro abrumador y la ilusión de dejar todo atrás se cambia por tener a todo el mundo encima.Más aún: lo que constituía una vida más o menos ordenada en la ciudad, se desordena en una sucesión de atascos, conflictos y menesterosidades compartidas. Podrían ser las cosas de otro modo si se escalonara el tiempo de ocio anual, pero el ocio anual se ha convertido en una gran fiesta y adelgazar su multitud coincidiría con el radical fracaso del suceso.
De hecho, cada verano en que la ocupación de plazas hoteleras decrece y se ve a menos paseantes por el malecón crece un sentimiento de melancolía que mueve a creerse culpables. A fuerza de vivir el fenómeno de masas, votando, comiendo y viendo la televisión en masa, formar parte de las masas es la forma básica de exoneración. Siendo masa y sufriendo como masa el espíritu queda liberado de individualidad y puede descansar feliz en su formidable papel de víctima.
El verano de muchedumbres y agosto, en particular, proporciona una sensación de nulidad, en el fondo muy querida porque gracias a la aglomeración es posible gozar el gran mito de la propia desaparición.
Uno a uno, en áreas solitarias, debería enfrentarse con su identidad -incluso en vacaciones- mientras que todos revueltos, arracimados, indiferenciados en las orillas y fundidos en toneladas de carne igual, pueden disfrutar la idea de su pérdida, la gloria de la invisibilidad. Irse a otra parte sin gente impediría la ocasión de dejar de ser lo que se es, mientras la múltiple visión de seres en taparrabos hace difícil sentirse único y responsable, por tanto, de cualquier cosa.
Las caravanas que hoy se extenderán por la red de carreteras son el principio de esta conversión de cada individuo, en cuanto sólido y nominado, en un líquido amniótico y colectivo. La circulación será más densa o fluida, la corriente provocará atascos y, ante los ojos de la policía los conductores, desde las primeras horas, dejan de ser un problema humano para trasmutarse en un asunto de fontanería. La Dirección General de Tráfico muda su carácter por el de una Dirección de Travases y la cuestión reside, sobre todo, en reunir apropidamanete, sobre cuencas turísticas, la riada.
En ese tratamiento de aluvión el trabajador, habituado a ser el objeto de alguna amenaza particular, se ve envuelto en la protectora confusión de la marea. Ningún momento en el año desprende tanta potencia de solidaridad, de solidez y de destino compartido. La vacación globalizada, simultánea y a granel, acaba con la fatuidad de estimarse como alguien diferencial y brinda la perfecta paz del parecido.
Todos veraneamos, todos bajamos a la playa y tomamos paella en los chiringuitos, todos duermen la siesta, pasean por el puerto, se untan de crema, piden mejillones al vapor, enseñan sus protuberancias, ambulan al atardecer entre mercadillos de marroquíes, terminan la noche entre la tabarra de las motos y las discotecas. Todos padecen el calor húmedo de la bahía donde el pegajosos sudor es una metáfora más del tránsito desde la personalidad a la viscosidad, desde las siluetas definibles al magma de la urbanización seriada.
Cuando se dice que gracias a ese supuesto descanso se han cargado las pilas para volver a trabajar lo que en verdad se ha experimentado es la descarga de los nombres de pila. Iguales, apilados, todos han dejado, por unos días, de existir particularmente y, así, el regreso siempre conlleva una temible sorpresa ante el reencuentro con la propia realidad.
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