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El laberinto judicial

Sobre la justicia se podría decir, parafraseando al poeta, que, menos su desastre, todo es confuso.Está la realidad notoria del descontento social sobre su funcionamiento, tejido con toda una sucesión de dramas individuales anónimos, pero quizá lo más grave es que ese descontento va casi siempre unido con la confusión, con el equívoco.

En las noticias sobre el mundo judicial, el lector no suele percibir con claridad muchas cosas. No sabe dónde está o a quién corresponde exactamente el gobierno judicial, ni cuál es el papel de los jueces en el escenario constitucional, ni qué finalidad tienen los procesos judiciales, ni cuáles son los límites de la defensa en la actuación de la abogacía. Tampoco es fácil averiguar qué papel incumbe a las asociaciones judiciales.

Y lo peor de esta maraña no es ya el desconcierto o la perplejidad ciudadana: es, sobre todo, la facilidad que genera para eludir y trasladar responsabilidades.

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Parece por eso imprescindible sentar unas premisas básicas que, pese a su elementalidad, suelen o ser ignoradas o intencionalmente distorsionadas, y a cuyo olvido se debe gran parte de la confusión reinante. Son las que siguen.

1. La justicia es al mismo tiempo un poder independiente y un servicio del Estado. Lo primero refleja la separación de poderes del modelo constitucional del Estado de derecho. Lo segundo lo ha configurado el constituyente como el contenido de un derecho fundamental, al que se ha añadido expresamente un necesario plus de efectividad (el artículo 24 de la CE habla literalmente de tutela efectiva).

2. En paralelo con la distinción anterior, el gobierno de la justicia en España está repartido. Al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) le incumbe gestionar la carrera judicial, tomar las decisiones que jalonan la carrera estatutaria de los jueces, y en este cometido prácticamente agota su estricta función de gobierno. Al poder ejecutivo, crear el soporte organizativo y material necesario para la función jurisdiccional, e impulsar las reformas legales precisas para mejorar la actividad judicial.

3. Los jueces aplican, pero no crean el derecho. Es claro que el derecho es una manifestación de la soberanía popular, que su creación pertenece en exclusiva al poder legislativo, que representa esa soberanía. Y los jueces carecen de legitimidad no ya para crear normas, sino, sobre todo, para ignorarlas, modificarlas o inaplicarlas. Cierto que la Constitución ha arrumbado una concepción de rígido positivismo o formalismo jurídico y ha asumido una idea de derecho más equivalente a un cuadro de valores o principios que a una suma de rígidas reglas formales. Ahora bien, ese margen de maniobra, inevitable en la función jurisdiccional, permite individualizar esos principios o valores y actualizarlos o acomodarlos a los cambios sociales, pero no autoriza al juez a sustituirlos por su particular credo ideológico, político, moral o religioso.

4. El derecho es algo más que ese cuadro de valores asumido por la mayoría social. Tiene un claro componente técnico. Incorpora instituciones o figuras que son el resultado de una larga evolución de la praxis y la ciencia jurídica. Su aplicación requiere inexcusablemente ser un experto, y, actualmente, fuertes dosis de especialización.

5. El juez individualmente refleja también la dualidad a que antes se hizo referencia. Es un poder independiente del Estado, y al mismo tiempo un servidor público pagado por el contribuyente.

La separación de poderes no tolera en el juez una dependencia funcional de otros poderes públicos, pero esto es perfectamente conciliable con un estatuto de derechos y obligaciones profesionales y con mecanismos de exigencia de responsabilidad, similares a los que tienen los funcionarios públicos. En materia de estatuto profesional no debe haber empacho en reconocer que el juez es como cualquier funcionario.

6. El constituyente español ha querido para el juez una obligada posición de neutralidad política, prohibiéndole otros cargos públicos y la pertenencia a partidos políticos y sindicatos.

¿Por qué esa larga relación de obviedades? Sencillamente porque la más reciente actualidad parece seguir empeñada en ignorarlas.

La crisis judicial, que ha alcanzado cotas de escándalo, no puede reducirse a la renovación del CGPJ y a si esta renovación debe hacerse por designación parlamentaria o por elección corporativa. El tema del CGPJ, con ser importante, no cubre o soluciona toda esta problemática. Urgen también otras actuaciones que guardan relación con algunas de esas antes llamadas "premisas básicas" y son ajenas al CGPJ.

El relato completo de todo lo necesario no es posible, pero sí cabe apuntar ciertas líneas de actuación y aun extenderse algo en algunas de ellas.

Ignorar la dimensión política de determinados procesos judiciales sería como mínimo una ingenuidad. Pero no separar o confundir los límites que separan la vida política de la actividad judicial es también una distorsión que puede acarrear graves consecuencias. Y esta distorsión se viene produciendo en dos direcciones.

La primera de esas direcciones la representa la aplicación a la actividad jurisdiccional de parámetros de valoración alejados del principio de legalidad y de la técnica jurídica.

Algunos jueces son convertidos en una suerte de héroes taumaturgos y presentados como la única o mejor alternativa a lo que se califica como grave crisis del sistema. Son jaleados o vituperados en función de filias o fobias ideológicas y, sobre todo, de las expectativas políticas que se albergan en relación con el resultado de su actuación.

La legitimidad de la crítica de la actuación judicial por fuerzas políticas y sociales y por medios de comunicación es indudable, como un mecanismo más de control de esa función. Pero habría de hacerse desde los. mismos parámetros de legalidad que limitan la tarea judicial, ya que apartarse de ellos es estimular comportamientos judiciales contrarios al reparto de papeles que la Constitución ha establecido. Y cabría añadir la conveniencia también de huir del dicterio y la crispación: el ejercicio de la independencia sólo es posible en un clima de respeto y sosiego.

La segunda línea de distorsión proviene de los propios jueces y de las asociaciones judiciales. Es frecuente el protagonismo de unos y otras con manifestaciones sobre materias propias del debate político y alejadas de la estricta tarea jurisdiccional. Y aquí el peligro puede ser doble.

Por un lado, podría quebrarse la confianza social pretendida por el constituyente con el mandato de neutralidad política de los jueces, y cuya finalidad fue posiblemente ésta: que el derecho sea un mínimo marco social de coincidencia y los tribunales un necesario reducto público de imparcialidad, como elementos básicos para la convivencia pacífica en una sociedad políticamente plural.

Por otro, puede suceder que la relevancia institucional de la actuación profesional de los jueces sobredimensione el valor de sus opiniones individuales y se falsee así el panorama político. Frente a lo que a veces pueda parecer, la opinión política de un juez no tiene más valor que la de otro ciudadano, sea este catedrático, labriego o futbolista; y el comunicado político de una asociación judicial tampoco tiene mayor significación que la que pueda corresponder al emitido por una sociedad gastronómica, un casino recreativo o un club deportivo.

Hay multitud de problemas y disfunciones que no se refieren a la justicia-poder, sino a la justicia-servicio, y que escapan por ello a las posibilidades del CGPJ. Reclaman ante todo medidas legislativas y una acción política del poder ejecutivo. Y yo añadiría que un amplio consenso de las fuerzas políticas para hacer de todo esto un tema prioritario. Son múltiples, y lo que sigue es más una muestra que un catálogo cerrado de esos problemas.

Falta un nuevo modelo de carrera judicial que facilite e incentive el ingreso de los mejores juristas, descanse en una verdadera especialización y acabe con la actual macrocefalia, causante de la perturbadora movilidad judicial. Falta una regulación que haga posible la expulsión de la carrera judicial de aquellos que sean un permanente ejemplo de incompetencia profesional. Falta revisar la planta judicial para acabar con a macrocompetencia de muchos le sus órganos, causa del colapso de un buen número de los despropósitos judiciales. Falta un replanteamiento de la actual división de órdenes jurisdiccionales. Falta un nuevo diseño de oficina judicial que diferencie claramente entre el núcleo central de a función jurisdiccional y los trabajos burocráticos de apoyo a esa función principal, permitiendo el control y la individualización de responsabilidades. Falta la modernización de las instalaciones judiciales que lleve a los juzgados los métodos de trabajo existentes hace muchos años en cualquier otra oficina pública o privada. Falta urgentemente una reforma procesal que agilice y simplifique los procedimientos. Falta ofrecer a los tribunales medios de apoyo técnico que pongan a su servicio los conocimientos especializados imprescindibles para una eficaz función jurisdiccional. Falta acabar con el desastroso sistema de las ejecuciones judiciales, que a su ineficacia une el haberse convertido en frecuente ocasión de gansterismo y extorsión. Y etcétera, etcétera.

Antes que resolver el problema de su elección habría que concretar la tarea principal que debe exigírsele en su parcela de gobierno y en función de esto dibujar las pautas de esa elección.

Al CGPJ incumbe, sobre todo, establecer un adecuado mecanismo de conocimiento de la labor jurisdiccional que permita calificar profesionalmente a todos los jueces y magistrados según su real quehacer jurídico. Y esto con una doble finalidad: primero, que la promoción responda efectivamente a las exigencias constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, y segundo, que se pueda valorar la exacta productividad de cada juez en términos cualitativos y cuantitativos, para que la aplicación de los mecanismos disciplinarios y de incentivación no sea una lotería.

En cuanto a su designación, el sistema parlamentario parece el más acertado para que un órgano constitucional de su importancia guarde una debida correspondencia con el pluralismo social de cada momento.

Pero ese sistema debería enmarcarse dentro de estas dos coordenadas: romper el monopolio de los partidos políticos en la preselección de candidatos y extremar el examen de la trayectoria y cualificación profesional de estos últimos.

Quizá sería útil para ello descentralizar el proceso de preselección: limitar los candidatos ilegibles a los que en cada comunidad autónoma presenten asociaciones judiciales, colegios de abogados y universidades. Sería una buena manera de potenciar la selección, profesional le los candidatos desde el entorno en donde trabajan y de acentuar la representatividad territorial del CGPJ.

Nicolás Maurandi Guillén es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Murcia.

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