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A París me voy

Doña Mercedes de la MercedCasa de la Villa

Madrid

Muy señora mía:

El que suscribe, Wenceslao Jaramillo Smith, de 37 años, arrejuntado, madrileño, licenciado en Filología Francesa, ex saxofonista de la orquesta Los Bárbaros del Baile, empresario sumergido, se dirige a usted para manifestar:

Debido a la ola de desdén que atosiga a las letras en general y a la filología en particular, desde hace tres años controlo las actividades de un puñado de mercenarias del amor. Mis enemigos me tildan de proxeneta para desacreditarme. Pero sólo soy un humilde mecenas de descarriadas. Velo por la cultura de mis protegidas, que laboran por todo Madrid, de la Ballesta a Capitán Haya, con significativa presencia en el parque del Oeste y en diversos apartamentos de intercambios pélvicos. Le juro que, al margen de lo crematístico, lo único que me interesa de todas ellas es su entusiasmo profesional y su cultura; en definitiva, su espíritu inmortal.

Al igual que las multinacionales de la hamburguesa, acostumbro a premiar mensualmente a las trabajadoras más destacadas. La semana pasada llevé de excursión a París a cuatro de ellas -Vanessa, Curruquita, Penélope y Jacqueline-, todas las cuales son muy españolas, a pesar de sus nombres de guerra. Pretendía inocularles un toque de distinción, una elegancia, un glamour cosmopolita, un cursillo de antixenofobia. Y estuve a punto de conseguirlo. Nos enrolamos en una excursión de rockeros a la tumba de Jim Morrison, ubicada en el cementerio Père Lachaise. Los susodichos rockeros subieron al avión borrachos y vacilones. Mis chicas, ya de por sí propensas a la disipación, les siguieron el compás y aprovecharon el vuelo para ejercer escarceos de su oficio. La citada Curruquita, profesional como la copa de un pino, hubo de ser amonestada por las azafatas mientras se trajinaba a un efebo rubio, ebrio y con pendiente. Como castigo, me incauté de la recaudación y reprendí a Curruquita con palabras que no repito por si resultan procaces para usted, doña Merced.

Eso fue sólo el aperitivo de lo que nos esperaba en la ciudad del Sena. En el cementerio nos juntamos con cientos de devotos morrisianos de diversos países que convirtieron el camposanto en una sala de fiestas. Intenté alejar a mis chicas de aquellos desaprensivos. Las arengué con vibrantes discursos ante las tumbas de Cortázar y Voltaire. Conseguí que lloraran a moco tendido en el mausoleo de Edith Piaf, donde concluí los rezos con esta cita: "Cuando todo termina, todo comienza de nuevo". Pero las lágrimas duraron muy poco, porque en cojera de perro y llanto de mujer no hay que creer. La susodicha Curruquita, con los ojos húmedos todavía, dijo a sus colegas: "Compañeras, como sólo vivimos cuatro días, hay que disfrutarlos". Se pintaron el ojo, se empolvaron los carrillos, retocaron sus morros y se pusieron a otear clientes. Yo, comprensivo con sus inclinaciones, hice la vista gorda y las dejé que funcionaran un rato a su aire. No sospechaba la marimorena que iban a organizar esas cabras locas.

Llegamos hasta un panteón muy concurrido. Se trataba de la tumba de un tal Víctor Loui. Había una estatua yacente del finado rigurosamente desnudo. Nos quedamos pasmados ante lo que vieron nuestros ojos: dos mancebos gringos con más plumas que un pavo real acercaron sus labios a las partes pudendas de la estatua y realizaron tocamientos impúdicos durante varios minutos. A las chicas les dio un ataque, de risa. Sus carcajadas y sus torpes comentarios atrajeron a los gendarmes. Una hora después nos pusieron en el aeropuerto sin contemplaciones.

Doña Mercedes, con esta misiva le suplico que me conceda una subvención para desbastar a las lumis madrileñas, que son más asilvestradas de lo debido. Asimismo, sería conveniente dar un poco de alegría al cementerio de la Almudena. Los muertos también tienen derecho a la disipación.

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