La última cena
Estuvieron de moda en el Madrid de los años ochenta y, según parece, han resucitado estas celebraciones, que nada tienen que ver con paganas eucaristías sino con el acto social de abrir el paréntesis veraniego. Los señores de Cual, o don Fulano, o doña Mengana tienen el honor y el placer de invitarle a una cena el viernes, día tal. Siempre en el pórtico del fin de semana con la expectativa de que la noche se adentre en la ociosa jornada sabatina. La participación se hace telefónicamente, sin el protocolo postal ceremonioso. Con mayor frecuencia, la convocatoria tiene titulación individual, sea conocida o no la situación familiar del anfitrión. "Tráete a quien quieras", es la coletilla oportuna, ya que, en estos tiempos, la circunstancia extravagante es concurrir a los actos sociales acompañados de cónyuge legítimo. Suena incluso exótica la. fórmula: "Señores de Regúlez", "Fulano y su esposa" o "Zutanita y su marido", al hacer presentaciones, algo que se lleva a cabo dentro de los primeros tres cuartos de hora. Luego, el huésped, exhausto, confía en el sentido de la convivencia de quienes está dando de comer. Se sobreentendía, no obstante, que yo acudiría solo.En aquel pasado, no tan lejano, constituyó un privilegio y una distinción la asistencia a estas amables cachupinadas, algunas notorias y notables. El requisito, casi indispensable, era que tuviesen lugar al aire libre, en el jardín de la mansión, incluso en el chaletito adosado, a menos que se dispusiera de un apartamento espacioso, o sea, de renta antigua. Precaución muy útil es convidar a los vecinos que aún permanecen en la ciudad, cuando no se disfruta de espacio aislado suficiente. Las molestias del ulterior jolgorio son así amortizadas, cuando prevalece esa ley de la jungla urbana: "Hoy por mí, mañana por ti". La postrera gran despedida anual de la vida ciudadana, que recuerdo, de mayor rumbo, la ofreció aquel gran personaje de la vida madrileña que fue Ramón Areces, el creador de El Corte Inglés. En su espléndida residencia, reunía a más de trescientas personas, lo que entonces se llamaba la jet-set. Se despedían unos de otros, en una velada canicular, en la que no se escatimaban el langostino y el cava muy frío. ¡Adiós al tiempo del trabajo el ajetreo de los negocios, la. vertiginosa vida ciudadana! Lo curioso es que la gran mayoría de los asistentes -ellas, con escotados trajes de cóctel y los hombres de azul uniformado- se iban a ver, un par de días más tarde, quizás con bermudas y sandalias, en Marbella. Se trataba de un éxodo rutinario; más que un adiós, un hasta luego.
Acaba julio, que este año ha sido de rechupete, en nuestro Madrid, ufano -no se sabe por qué- de llegar al escalón de los 42 grados, como si fuera una marca olímpica de la que sentirse deportivamente orgullosos. Quizás con la moderada satisfacción de que las cosas no vayan tan mal como quisiéramos transmitir al inspector de Hacienda. Tuve ocasión -y grato compromiso- de asistir a un par de estos privados festejos, en los últimos viernes del acalorado julio. Uno, ofrecido por cierto viejo compañero, recién superviviente de un terrorífico pleito de divorcio. Estrenaba espléndida vivienda, en una cercana urbanización residencial -con salida -al estrecho y umbroso jardín-, y una simpática, hermosa y diligente compañera sentimental que hizo a las mil maaravillas los honores de ama de casa, con semejante acierto al que estuvo desempeñando durante los años de matrimonio con el socio y amigo íntimo del que nos reunía.El segundo convite lo, organizó una notable mujer, también separada, of course, aunque, a causa de arcano e inexplicable pudor social, sólo se hace acompañar, como vigilante y adicta guardia pretoriana, de sus tres gigantescos, afables y simpáticos hijos, junto a quienes se desleía la prudente personalidad del amante -socio y fraternal amigo del primitivo y adinerado esposo-. En estas historias paralelas y distintas, las coincidencias, aparte de la casi idéntica peripecia personal, hay que encontrarlas, muy abundantes, en la patriótica tortilla de patatas, la suculenta pierna de vaca, asada con amor, y la inmarcesible, típica y refrescante sangría, aportación muy madrileña, a propósito en toda reunión donde el clima, extremado y seco, incite a la bebida. Hallé agradables ambas veladas y halagador que, al cabo de los tiempos, haya quienes aún se acuerdan de mí y me convidan. Claro que, en ambas casas, observé la presencia de hombres solos, como yo.
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