Hacia una nueva cultura del trabajo
El autor sostiene que debemos ser capaces de comprender la necesidad de modificar el concepto del trabajo y su significación social.
La escasez de trabajo, la sensación de inseguridad en el mismo, la dificultad cada vez mayor de nuestras sociedades de crear nuevos empleos es un problema global. Su definición, alcance y control aparecen cada día más imprecisos y preocupantes, suscitando cada vez más reproches de quienes sufren las dramáticas consecuencias de esa sorprendente incapacidad de gestión social y frente a la que los candidatos al desempleo se preguntan si no sería necesario, al menos para percibir con mayor claridad esta situación de ineficacia y de despilfarro social, aventurar nuevos horizontes, o utilizar otras perspectivas.El espectacular cambio que en los últimos tiempos se ha producido en la mayoría de los parámetros que informan nuestra actividad humana, no ha sido acompañado de un paralelo cambio en las normas y en la ética que los regulan. Como consecuencia de lo cual, el trabajo, componente material y cultural en la producción de riqueza y en su distribución, está sufriendo notablemente este desfase, acumulando desde la evolución industrial importantes inadecuaciones, y convirtiéndose, desde su tradicional conceptualización, en un bien particularmente escaso.
El desempleo en los países avanzados alcanza ya en estos momentos el nivel más alto desde la gran depresión de los años treinta. El número de personas sin trabajo, o sin empleo, aumenta progresivamente. Lo mismo ocurre con el índice de precariedad, cada día mayor para aquellos que consiguen un nuevo empleo. Como señala la OIT "Ias perspectivas del crecimiento del empleo siguen siendo sombrías" y la actual situación "representa un enorme despilfarro de recursos, y un nivel de sufrimiento humano inaceptable".
Añadamos también, que la obsesión keynesiana del pleno empleo tampoco ha contribuido a conseguir un enfoque razonable de esta cuestión. Porque el pleno empleo que se logró en los años cincuenta y sesenta no ha tenido otro momento igual en los últimos 250 años. Y las consecuencias a largo plazo, y las facturas que hoy todavía no hemos pagado por alcanzar aquellos niveles de empleo total, o al menos por alcanzarlos de la manera que se hizo, nos deberían preocupar a la hora de implementar nuevas iniciativas.
En sentido contrarío, la terrible obsesión, a partir de 1991, por el "adelgazamiento de las plantillas" de las empresas americanas, para hacer frente a la dura competitividad, y cuya "justificación intelectual" se apoyaba en la doctrina desarrollada por Stephen Roach, fue recientemente acogida como la clave del éxito, y calurosamente promocionada por muchas escuelas de negocios de todo el mundo. Sin embargo, a finales de mayo de este año, como nos refería Joaquín Estefanía en EL PAÍS, Roach declaró que se había excedido en sus recomendaciones. Me he equivocado, dijo. Si se compite construyendo se tiene futuro. Si se compite recortando no. Lo siento. Pero el mal estaba ya hecho. Lo que nadie ha aclarado es quién iba a pagar las consecuencias de ese error, los dramas sociales que había ocasionado. Lo que nadie ha aclarado es quién va a pagar las facturas, no sólo económicas, sino fundamentalmente humanas, de millones de empleos destruidos.
Se nos dice que el doble reto al que nos enfrentamos es, por un lado, acelerar el crecimiento de la demanda de trabajo sin provocar una vuelta a la inflación y al desfase macroeconómico, y por otro, conseguir la reinserción de los parados y de los socialmente excluidos.
Pero uno de los argumentos previos que subyace bajo la problemática del empleo, es el enorme riesgo de una distorsión del propio sentido y significación del trabajo en su "función de cohesión y paz social".
Frente a este grave peligro, difícil de percibir desde ópticas tradicionales, los enfoques y las medidas que habitualmente se toman, casi siempre se inscriben en el corto plazo. De una parte, para conservar a cualquier precio la estabilidad de los empleos actuales. De otra, para sugerir imperativos de flexibilización, más o menos encubierta de una actividad, como el trabajo, cada vez menos implicada en los procesos de producción de riqueza.
Es claro que las consecuencias de la reciente escasez de puestos de trabajo son, por un lado imprevisibles, y por otro preocupantes. Y es claro, que por ello, hay que aplicar remedios para evitar el deterioro constante del empleo. Pero tan importante es defender los actuales puestos de trabajo, proteger los logros conseguidos por los trabajadores en nuestra sociedad, como intentar percibir con suficiente responsabilidad las consecuencias de una falta de "esperanza de trabajo" para quienes todavía no han conocido su primer empleo.
Debemos ser capaces de comprender hasta qué punto necesitamos modificar el concepto y el sentido del trabajo, y su significación social y, darnos cuenta, también, de hasta dónde puede ser necesario modificar nuestros tradicionales puntos de vista. Y lo que puede pasar si no alcanzamos a percibir con más claridad la evolución. de la cultura del trabajo, y sus condiciones de compatibilidad con los entornos altamente modificados de supervivencia de nuestras sociedades futuras.
Porque ha fracasado, al menos en su mayor parte, el experimento de la sociedad planificada, que pretendía procurar dignidad y trabajo a todos los seres humanos. Han fracasado, también en gran parte, los diferentes intentos de: ingeniería social y económica, tendentes a controlar los recalentamientos, más o menos periódicos, de nuestras sociedades. El advenimiento de las llamadas nuevas tecnologías vuelve a recordamos que las estructuras del trabajo apenas han evolucionado desde que Adam Smith escribiera en 1776 su Riqueza de las Naciones. Y sin embargo, su significado, y la conciencia de su trascendentalidad, se han deteriorado dramáticamente desde entonces.
Vivimos hoy en una sociedad, en la que el creciente protagonismo de las altas tecnologías está contribuyendo a aumentar nuestra capacidad para "renegociar" el pago de las facturas sociales que nuestra propia voracidad genera. Es posible que una de nuestras grandes ingenuidades sea la de creer que nadie es responsable, ni individual, ni colectivamente, de hacer frente algún día a estas facturas.
En todo caso, parece que sólo estamos en los albores de la revolución tecnológica. Una revolución, cuya característica no es tanto el paso de las ruidosas y gigantescas instalaciones industriales a la pulcritud y silencio de los ordenadores, o la diabólica e infatigable destreza de los robots, sino el "enorme desfase" entre los medios y los fines en el proceso de creación de riqueza.
Porque si en la revolución industrial se utilizó la liturgia suicida de las minas de carbón, en las fiestas tecnológicas los instrumentos musicales no tienen asignados músicos ni melodías. Se crean herramientas sin haber determinado previamente su destino. Se dispone de medios sin conocer aún l los fines. Y se tiene continuamente la impresión de que estamos viviendo en una sociedad del despilfarro, condicionada por la abundancia de medios... y por la escasez de trabajo.
Se argumenta con frecuencia que las tecnologías destruyen empleos, pero a su vez generan otros nuevos. Aunque todavía no esté claro hasta dónde podrá ser posible lograr en, el futuro un cierto equilibrio.
En otras razones porque, por el momento, ni los economistas de la colectivización, ni los partidos del libre mercado, disponen, Como se ha demostrado, de una varita mágica para controlar los recalentamientos de sus respectivos sistemas. Y como los cirujanos del medievo, las más de las veces sus conclusiones suelen reducirse a recomendar sangrías, más o menos cruentas, en la corriente monetaria, o en el nivel de vida de los ciudadanos, según las circunstancias. Y sin embargo, cada día parece más evidente que no podemos subordinar nuestro comportamiento general, a la obsesión de producir más y mejor, a cualquier precio social.
He dicho en diversas ocasiones, que la solución para hacer frente al reto que plantea la tecnología es la innovación y la educación permanente adaptada a las nuevas necesidades tecnológicas. Que el secreto está en saber convertir los avances científicos en éxitos industriales.
Y esto es cierto, desde una óptica meramente tecnológica, y dentro de su propio contexto. Pero también es cierto, que la función capital de las nuevas tecnologías no consiste en recrear el paraíso terrenal, sino en paliar, muchas veces a un enorme costo, las grandes dificultades de supervivencia del futuro.
Sigo creyendo, por ello, que nuestro gran reto empieza por conseguir una nueva definición de los parámetros que integran la función humana de esa relación social, que hasta ahora conocemos con el nombre de empleo o puesto de trabajo.
Porque frente a la aparición de un desempleo crónico cada vez más acentuado, sólo estamos argumentando que en el largo plazo se producirá el necesario ajuste laboral, como aparentemente parece que ocurrió en la etapa industrial. Pero esto podría no ser verdad. Y las consecuencias de que no lo fuera, aunque impredecibles como cualquier recuerdo del futuro, podemos deducirlas de lo que está ocurriendo a nuestro derredor.
Se nos dice que las empresas no preparadas, o aquellas que no han comprendido el progreso, están llamadas a desaparecer. Algo así como una proposición de eugenesia empresarial para hacer frente con éxito al futuro. Pero lo que no se nos dice es que en nuestros sistemas de producción de riqueza, ya no existe prácticamente una relación directa entre las cantidades y calidad de la riqueza producida, y la participación del trabajo humano en ese proceso.
Parece claro que a estas alturas no podemos contentamos con identificar como "pistas de reflexión". de nuestra responsabilidad social la remodelación de los tiempos de trabajo, la reconsideración de los contratos laborales, el costo de la mano de obra, o el reciclado permanente, por no citar más que unos pocos componentes de la amplia farmacopea que todos los días se nos ofrece, llena de obsesiones economicistas sobre la necesidad de crecimiento.
Fraccionar nuestras funciones y tiempos laborales, repartir el mismo trabajo disponible entre un número mayor de personas, o aumentar la plasticidad o precariedad de esta función social que el trabajo representa, no es otra cosa que seguir considerándolo, como se viene haciendo desde la primera revolución industrial, como un elemento más de las estructuras de producción de riqueza, lo que, sin embargo, está generando situaciones de pobreza cada vez mayor.
Frente a ellas todo el mundo aboga por la necesidad de realizar grandes reformas. Pero pese al calador de las proposiciones que tratan de flexibilizar la actividad productiva, estas reformas raramente afectan al fondo conceptual del trabajo.
Porque de lo que se trata, precisamente, es de aceptar que puede existir una nueva cultura del trabajo que sea capaz de ayudar a éste a desempeñar su función primordial de relación y cohesión social, para lo cual, muy posiblemente, necesitemos crear nuevos referentes éticos, y nuevas instituciones de ayuda al mundo laboral, más en consonancia con el futuro y menos apegadas al pasado.
Entregarnos al laissez faire, o a un nuevo autoritarismo, es ignorar irresponsablemente nuestra historia. La humanidad difícilmente podría soportar hoy el coste de algunos de los graves errores del pasado. No parece, pues, oportuno, ni adecuado, abandonarse a la resignación o al fatalismo de los hechos. Necesitamos por ello, y, más que nunca, tener confianza en nuestra imaginación humanista, y comprometernos a debatir sobre nuevas conceptualizaciones, más que desde viejas reivindicaciones.
En todo caso, el trabajo no debería nunca más insertarse en nuestras culturas como una relación de servidumbre, sino como una responsabilidad frente a los demás, y frente a nosotros mismos. Partiendo de un presupuesto elemental: que trabajar es vivir socialmente, aprender sin la angustia de servir para sobrevivir.
Vivir cada día en la confianza de que una nueva cultura del hombre está abriéndose inexorablemente su camino, apoyada en una. comprensión de las tecnologías en las que, en el futuro, el despilfarro deberá soportar las más graves sanciones morales de la sociedad. Es decir, dirigir las tecnologías al servicio de un nuevo concepto del trabajo, lo que permitiría una orientación más humanista.Es obvio que todo esto requiere, además de reflexión y entusiasmo, abrir un nuevo diálogo social y cultural, mucho más transcendente que un simple proceso de negociaciones técnicas, más o menos con formistas. Un debate en el que deberá cuestionarse la validez de muchos de los tópicos que hemos heredado del taylorismo o del fordismo. Y también la vigencia y la pertinencia de algunas organizaciones e instituciones, que sustentadas sobre viejos antagonismos o inercias, buscan a veces más razones de poder que razones de entendimiento.
Uno de los objetivos prioritarios de este debate tiene que ser el de alejarnos de la tentación de proclamar de nuevo el retorno a un colectivismo inflexiblemente normativizado u orgullosamente dogmático. Tiene que ser un debate concebido desde la libertad y desde la dignidad. Y no tanto por razones de filosófico altruismo, o de responsabilidad política, sino como ejercicio frente a la grave situación por la que atraviesa actualmente la humanidad.
copyright Adaptación para EL PAÍS del discurso pronunciado por el autor con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad del País-Vasco.
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