Los mutantes del parque
En el primer día de primavera de un año ya remoto, mucho antes de la llegada de las ardillas, una paloma fue atacada por un reflejo que le llegaba desde una esquina inédita y comprendió que el cielo había cambiado para siempre. ¿Cómo lo sabía? Esas cosas se saben: no hace falta mucho para comprender que si un edificio crece en una esquina de un parque, violando todas las normas no ya del buen gusto y el urbanismo sino del sentido común, no es para ser derribado al día siguiente. Esa paloma comprendió que pasarían muchas generaciones antes de que la ciudad se permita el lujo de derribar el edificio para devolverse a sí misma su mejor perspectiva y un poco de su dignidad extraviada. Vistos los criterios urbanísticos -y estéticos- de quienes podrían tomar tal decisión (recuérdense los chirimbolos), es más fácil que se derribe antes el Arco de la Moncloa. (Ya puestos: ¿por qué no el horrible observatorio vecino?) Pero el edificio del Retiro, un monumento al trágala definitorio de esos años -¿por qué no hacemos periodismo de investigación urbanístico retroactivo?- no era sino un síntoma. Los mismos que habían permitido su construcción autorizaron que el ayuntamiento excavara bajo Alcalá dos de los primeros túneles para peatones, en una confusión lamentable entre ciudadano y ratón. Esa inesperada mezcla conceptual no podía sino arrojar el resultado conocido: los pasos de Alcalá y O'Donnell son probablemente, con Azca, los dos subterráneos más siniestros del sur de Europa, y los siniestros de la capital actúan en consecuencia. El resultado es que a menudo los visitantes del parque no se atreven a cruzarlos y, salvo las mamás con carrito, que van en grupo, muchos de los demás prefieren jugarse la vida improvisando encierros con los coches.
El edificio de la esquina y los túneles acabaron con un modelo de parque en el que Velázquez presenciaba las batallas navales que en el estanque distraían a aquella provinciana capital del imperio, y que había escuchado a Rafael Alberti y Dámaso Alonso recitándose el uno al otro el siglo de Oro con una memoria que hoy a muchos parece, más que un prodigio, una manía sospechosa: memorizar versos. Era aquel el tiempo de la Casa de Fieras, de las niñas buenas con abrigo de cuello de terciopelo que jugaban a muñecas en la avenida de las estatuas -un resumen desconchado de la historia patria-, y de niños que le daban de comer pan de ayer a las palomas. No es una visión idílica: El Retiro, igual que cuando era coto del Rey, pertenecía a muy pocos: a los aristócratas de Alfonso. XII, a los escritores de la misma avenida-Ortega,María Zambrano, Cajal y los Baroja-, y a los soldados que iban a remar en el estanque con las niñeras en su día libre.Entonces, en el estanque, los peces eran pacíficos y aún se podían morir de empacho. Pero tantos años sobreviviendo a los alimentos que le! arrojaban sin mala idea les ha convertido en pescados indestructibles. Si tiene usted valor, pruebe usted a pescar una de las carpas del estanque de las barcas., Ya no son carpas. Son unos bichos que se, estudian en los laboratorios más avanzados para perfeccionar técnicas de supervivencia en medios urbanos húmedos y habitados por una población hostil. Lo sé porque una vez sorprendí a unos chicos pescando en el estanque. Nada más fácil: los peces, o lo que sea, se acercan pronto al cebo y pican aunque se vea que es un anzuelo envenenado. Les importa un rábano, y se les nota: son inmunes. Poseído de indignación ciudadana como cualquier londinense que sorprende en Hyde Park a un dominguero con una radio (sí, con una radio, increíble ¿verdad?), reprendí a los chicos: no se deben pescar los peces de los estanques, que son de todos. Inútil.Para entonces ya habían devuelto al fango su pescado, o lo que fuera, y corrian.
Recuerdo que se lo conté al ecologista de este periódico y se rió, aunque con el punto de alarma de quienes saber algo inquietante: los peces del Retiro, me dijo, ya no son peces sino otra cosa que se está estudiando. Ahí los que estaban en peligro eran los niños, y había hecho bien en intervenir porque habrían podido perder un dedo, una mano, un codo. Se conocían casos. Con ese entusiasmo por lo empírico que tienen los ecologistas, obnubilados por el dramatismo de los fenómenos con independencia de su moral, me explicó que según se ha ido sabiendo los parientes más próximos de estos seres son los cocodrilos ciegos que chapotean por las cloacas de Nueva York y ciertos perros asiáticos que algunos narcotraficantes entrenan para atacar a los helicópteros de la policía.
Ahora comprendo que fue desde que perdí, por así llamarla, esa especie dé pureza ecológica a lo Mark Twain -los niños son los gamberros y los peces son las víctimas- cuando comencé a ver cosas raras en el parque.- O tal vez estaban ahí y yo tan sólo me fijaba entonces. Fue mi amigo el heladero quien me hizo reparar en ellas. Era un comienzo de verano como éste, y ya habíamos comentado toda la política; julio no es ya buen mes para meterse con los políticos, ni siquiera con el pobre alcalde; demasiado calor.
Le hincaba yo un diente ya un poco hastiado a mi tercer cono de chocolate (soy adicto en tratamiento) cuando reparé en que algo se movía en torno a una de las múltiples parejas que florecen en el parque a la caída de la tarde desde abril (y aun antes, en domingos soleados). ¿Un perro acaso? ¿un niño? No, era un hombre. Me pareció exagerada el hambre de los tomilleros, que así llaman en Castilla a los que espían a las parejas en los campos, cuando mi amigo el, heladero me sacó de mi error: no era un tomillero sino el cómplice del ratero agazapado tras un arbusto próximo; mientras la pareja detectaba al supuesto tomillero y lo espantaba, el otro robaba el bolso de la chica, donde infaliblemente no había más que una foto del novio, un bolígrafo Bic, un bonobús y 1.000 pesetas, El sistema proliferaba.
¿Y la policía?, pregunté. Hay hasta centauros. Resulta que tienen mucho trabajo pidiéndoles los papeles de tercermundistas a los negros y árabes que intentan vender algo a la salida del metro o se reúnen al pie del monumento a Alfonso XII porque el parque es gratis (todavía) y hace sol.
Un poco hipnotizado por mi nueva visión del mundo, una tarde me quedé hasta más tarde en mi banco preferido, desoyendo el consejo del heladero de salir a escape cuando se hiciera oscuro. Entonces pude ver cómo se iban poblando algunas terrazas del edificio esquinero, y cómo, ya de noche, se proyectaban grandes focos sobre el parque mientras en las terrazas se oían los dispersos aplausos de los campeonatos de polo, los torneos de golf y otros espectáculos con clase. No tardé en comprender que todos, las parejas, los descuideros, los centauros, los bichos del estanque y demás criaturas de la noche éramos los actores de un espectáculo de luz y sonido. Y que estaban esperando a que comenzásemos.
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