La cigüeña de San Cristóbal
Un taxista de Villaverde en los años sesenta llevó a más de 1.500 mujeres a la maternidadd
Puede que los niños del madrileño barrio de San Cristóbal de los Ángeles crean todavía en el ratoncito Pérez o en los Reyes Magos, pero lo que seguramente no se tragan es que la cigüeña viene de París. La culpa de esta falta de fe la tiene Eduardo Dancausa, un jienense de 64 años que en su taxi ha llevado a más de 1.500 mujeres desde la periferia de Villaverde hasta la maternidad y ha apadrinado a casi una veintena de niños. Eduardo,El cigüeña, como pronto le conocieron sus compañeros del gremio, llegó a San Cristóbal a principios de los sesenta, cuando el Ministerio de la Vivienda acababa de entregar la mayoría de los humildes pisos a parejas de recién casados. "Entonces no se planificaban tanto los hijos como ahora, y en cuanto te casabas, a los nueve meses o al año, como mucho, empezaban a llegar los niños", explica Eduardo. Además, en las calles, todavía sin asfaltar, del nuevo barrio el utilitario era privilegio de unos pocos, el transporte público brillaba por su ausencia y en Madrid el número de taxis no llegaba a los 5.000Con ese panorama, las noches pronto se convirtieron en un ir y venir a la maternidad. "Me tiré años doblando la jornada. Había otro taxista, pero era muy viejecito y no salía por la noche. Así que en cuanto una mujer se ponía de parto venía el marido a avisarme, o lo hacía Juanito, el sereno". Eduardo se metamorfóseaba en El cigüeña, ponía en marcha su Citroén 11, matrícula M11442, y enfilaba al hospital. "Como el Doce de Octubre no estaba construido, las llevaba a Santa Cristina, a San Ramón o a La Paz. El taxi iba solo, como si tuviera piloto automático", afirma, orgulloso de haber comprobado muchas veces el límite de velocidad del viejo Citroën. "Íbamos volando. Una noche me paró la Guardia Civil en la carretera de Andalucía por exceso de velocidad, pero cuando vieron el motivo me dieron escolta hasta Legazpi". Hasta tal punto estaba familiarizado con los trayectos que se sabía de memoria los precios del contador. "A O'Donnell, 52; a San Ramón, 68". Y eso que a veces la tarifa se quedaba sin abonar. "Cuando llegábamos al hospital", recuerda, "se daban cuenta de que no habían cogido dinero con las prisas. Qué le iba a hacer. La causa merecía la pena".
El escaso tráfico nocturno fue un buen aliado para que ningún niño viniera al mundo en el asiento trasero del taxi. Aunque, si se hubiera dado el caso, a Eduardo no le faltaban tablas como comadrona. "En Úbeda, donde nací, mi madre siempre había ayudado a traer niños al mundo. Nuestra vecina tenía 17 hijos, y en todos los alumbramientos estuvo presente. Yo, desde pequeñito, iba a echarle una mano para poner a calentar agua, darle paños limpios... esas cosillas", confesaba a un diario. Si alguna de sus apuradas clientas no compartía su serenidad, Eduardo imponía su ley con un "aquí, a callar, señora, que enseguida llegamos y en menos que canta un gallo se acaba todo".
La presión demográfica de San Cristóbal era tal que más de una vez se planteó dar números. "Una noche, cuando ya tenía montada a mi vecina en el taxi e iba a arrancar, me llamó el marido de otra por la ventana. Así que monté en el coche y les dije que a una le iba a tocar esperar". Con tanto ajetreo, la que no pudo esperar y estuvo a punto de parir sin su presencia fue Paquita, su mujer. En uno de sus cuatro partos, al llegar al barrio, Eduardo se la encontró montada en el coche de un vecino al que le habían dado el carné el día anterior. "Bájate ahora mismo de ahí, que no tengo ganas de que te estrellen, le dije, y yo mismo la llevé al sanatorio". Con sus cuatro hijas estuvo más pendiente, y ninguno de sus 16 nietos llegó sin que estuviera presente su abuelo.
Su contribución al incremento de la natalidad, tan apreciada por el antiguo régimen, pronto trascendió, y Eduardo empezó a prodigarse en los medios de comunicación. A ello se sumó su honradez al devolver 780.000 pesetas en joyas y dinero que encontró en la calle de Zorrilla. El propietario, agradecido, le recompensó con una generosa propina de 1.000 pesetas, y el diario Madrid intentó remediar tamaña racanería nombrándole Madrileño del Año. Su fama llegó hasta la Casa de la Villa, y el alcalde Arias estuvo tentado de otorgarle la licencia necesaria para abandonar su vida de asalariado. "Los compañeros le solicitaron que me con cedieran la licencia para explotar un taxi, pero no hizo falta, por que por mi turno me tocaba". Así, a principios de los setenta, Eduardo se convertía en su propio patrón.
La popularización del automóvil y el radioteléfono cortaron las alas de El cigüeña. Eduardo reconoce que si ahora lleva a una embarazada a la maternidad es sólo por casualidad, ya no por rutina.
Eduardo Dancausa se jubila rá dentro de siete meses y jura que a partir de entonces sólo viajará en avión. "Ya he tenido bastante taxi. Ahora quiero llevar a mi mujer a México, a Roma y a Barcelona. Nos hemos pasado la vida trabajando y criando hijos y nietos. Es hora de disfrutar de los cuatro días que nos quedan".
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