El canto de las sirenas
No hay nada tan difícil de definir y tan fácil de reconocer como el estilo. Aquello del "estilo es el hombre" es una frase que parece profunda, pero, cuando se la examina de cerca, resulta tan vaga y general como un lugar común. Sin embargo, los estilos literarios existen, y a los autores (muy pocos, en verdad) que llegan a tener un estilo propio, como un Quevedo, un Borges, un Ortega y Gasset o un García Márquez, se los identifica de inmediato detrás de lo que escriben, por su manera -inconfundible- de desarrollar una idea, de adjetivar, de hacer respirar la frase, por la abundancia o austeridad de su vocabulario, por su música y la precisión o imprecisión con que se expresan.Tener un 'estilo' no significa ser un buen escritor. Los que he citado lo son, desde luego, pero también tenían un estilo propio, no menos inconfundible, escritores de segunda o tercera, como Vargas Vila, Santos Chocano, Asturias o (para quedarme entre los prudentes muertos) don Emilio Castelar, maestro de maestros en lo que Juan Marsé llama con perversidad el 'estilo sonajero'. En cambio, hay grandes escritores que no tienen un estilo, sino muchos, lo que equivale a no tener ninguno. Cervantes es uno de ellos: si no lo supiéramos, nos costaría trabajo creer que una misma mano escribió el Quijote y el Persiles. Pero, el ejemplo más notable de esto es Shakespeare, quien con milagrosa facilidad cambiaba de estilo de obra a obra y, dentro de cada drama, de personaje a personaje. Por eso, no hay un, Shakespeare, sino un mundo de verbo y fantasía tan rico y diverso como el real, en el que literalmente quedó disuelto su versátil creador (era lo que Flaubert más admiraba en el dramaturgo inglés: haber alcanzado, gracias a su genio camaleónico, la total impersonalidad).
Como un estilo puede ser tantas cosas diferentes y contradictorias, tal vez lo único que pueda decirse con certeza es que lo determinante en él no tiene mayor parentesco con la corrección ni con la tradición ni con el canon estético vigente, sino exclusivamente con su coherencia interna y la absoluta sumisión a un punto de vista. La visión del mundo que sostiene un estilo literario puede ser profunda o superficial, generosa o mezquina, inteligente o estúpida, de acuerdo al análisis racional. Pero, y ahí está lo que tiene todo estilo de fascinante y de peligroso, cuando ella nos llega diseminada en un lenguaje que la resume y transpira en cada frase, que la diluye en los ojos y los oídos en una envolvente y seductora sucesión de imágenes y conceptos en los que nada desafina, en que todo se acuerda y armoniza, el lector tiene la engañosa ilusión de estar viviendo, a través de aquel espectáculo tan persuasivo, la estricta realidad. Así hacen pasar gato por liebre las buenas ficciones: sobornando al lector con los malabarismos de las palabras, suspendiendo en ellos, gracias a sus magias verbales, su espíritu crítico. Y no hay placer más refinado que dejarse embaucar así, con ese trueque de la triste verdad del mundo por las esplendentes mentiras de una Sherezada, de un Cervantes, de un Balzac, de un Kafka. Por lo demás, en las mentiras de la ficción hay siempre una soterrada verdad humana que sólo puede expresarse así, por contradicción: la de esos vacíos de la vida que sólo el sueño y la fantasía llenan, no la experiencia objetiva.
Toda ficción es un engaño y todo estilo lo es también. Por eso, hacen tan buenas migas el uno con la otra. El problema surge cuando un pensador, un ensayista, que escribe no para dar un semblante de realidad a unos fantasmas de la imaginación sino con el propósito de describir un aspecto de lo vivido, averiguar una verdad o defender una tesis, posee ese temible instrumento encantatorio. Porque, entonces, es capaz, valiéndose de él, mareando y distrayendo a sus lectores con la gracia, elegancia, astucia y coquetería de su estilo hacerlo comulgar, como se dice, con ruedas de molino. Me acaba de pasar, vengo de ser víctima de uno de esos deliciosos embustes que perpetra la literatura, de ahí la precedente reflexión y este artículo, una compungida autocrítica.
El corruptor de esta historia es William Ospina, un poeta colombiano cuya poesía no conozco -pero me propongo corregir esa deficiencia cuanto antes, a mérito de lo que vengo diciendo- que publicó el año pasado una colección de seis ensayos, engarzados por temas comunes, de título desmoralizador: Es tarde para el hombre. Los leí de corrido, en un par de horas, en ese estado de feliz abandono en que una buena prosa nos sumerge, aislándonos del entorno y sojuzgándonos con su ritmo hechicero, sus fintas conceptuales, la de senvoltura expositiva y los alardes de erudición, esas citas literarias de buen gusto asomando siempre en el momento oportuno, y los arrebatos de humor o chispazos de ironía estratégicamente dispuestos, como escudos, para paliar las posibles objeciones. No hay vivencia más sugestiva y exaltante que la de enfrentarse, como me ocurrió leyendo estos ensayos, a un estilo que parece desenterrar energías y atributos en el lenguaje hasta ahora desaprovechados y que, al comparecer de pronto, en la pluma de un joven autor, nos muestran que la antiquísima lengua que hablamos sigue tan nuevecita, dúctil y aventurera como cuando Berceo forcejeaba con ella para componer sus rimas.
Ahora bien, roto el hechizo inmediato de la lectura, reconstruyendo en la memoria la grata experiencia, fui descubriendo, sorprendido, que, disociadas de la buena prosa que las ponía en movimiento, las ideas centrales de aquellos ensayos me resultaban dificilmente compartibles, y que, en verdad, eran mucho menos novedosas de lo que en un primer momento me parecieron, pues, aunque con aderezos posmodernos tomados de la ecología y el multiculturalismo, ellas actualizaban buen número de mitos y actos de fe de la utopía arcaica indigenista, que tantos estragos causó en la literatura y la historia de América Latina.
William Ospina piensa que "el reino del hombre ha llegado a su fin" y que la humanidad se halla suspendida al borde de un abismo apocalíptico a causa de la arrogancia que la hizo considerarse el centro del mundo y despreciar a los otros reinos y criaturas, los que, debido a ese desdén y explotación incesante a que han sido sometidos, están en proceso de extinción. A la Naturaleza depredada se suman otras iniquidades, todas resultado de la absurda noción de progreso y de la dictadura de la razón, que acabaron con lo sagrado y la cultura religiosa, aquella civilización cordial', de hombres y mujeres que coexistían en paz y amor con el mundo natural, preservaban el medio ambiente, se hallaban in
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contaminados del horrendo espíritu de lucro, desconocían el mercado y el capital y la civilización industrial urbana no había venido a perturbar aquel solaz y armonía con sus guerras, sus arsenales atómicos, sus campañas publicitarias y su televisión embrutecedoras y esos contaminados hormigueros de masas marginalizadas, desocupados, gánsters y mafiosos, con pequeños enclaves sobreprotegidos para los millonarios y explotadores, que son las ciudades modernas. El señor Ospina celebra el movimiento Romántico, por haber, desconfiado de la razón y por su nostalgia de pasado, del mundo, primitivo, mítico y religioso, en el que los hombres vivían reconciliados entre sí y con los dioses, y conocían la felicidad.
La gran culpable de este tremendo desaguisado es, por su puesto, Europa, o, mejor dicho, la cultura occidental, que invadió a las otras, las colonizó, saqueó, aniquiló o aculturó y universalizó un megalómano etnocentrismo para el que todas las artes, valores, creencias y costumbres no europeas son inferiores. España se salva un poco de esta culpa colectiva porque "mientras el resto de Europa avanzaba hacia el racionalismo, y hacia lo que hoy es el imperio de la ciencia, de la técnica y de la industria... algo en España... se refugió en la pasión, en la lealtad, en la hospitalidad y, si se quiere, en la locura". Spain is different, en suma. (Con amigos así, para qué hacen falta enemigos).
No sé si el taumatúrgico prosista que predica estas doctrinas ha tenido ocasión de ver de cerca a las culturas primitivas, en las que todavía la razón no ha derrotado a lo sagrado, y que viven en religiosa comunión con el mundo -natural. Me temo que no, pues, si lo hubiera hecho, dudo que mantuviera una visión tan optimista y envidiosa de ellas y tan abominable de la modernidad. Yo sí las he visto, en tres continentes, y mi impresión es que la vida allí está lejos de ser lo idílica con que aparece en sus seductores ensayos. De lo que sí estoy seguro es que no hay pueblo primitivo que no aspire a dejar de serlo es decir, a tener escuelas, hospitales, protección legal, salarios dignos, oportunidades de mejora, a no vivir en la inseguridad y el miedo de lo que Marx (sí, Marx) llamaba "el cretinismo de la vida rural"-, y la prueba es que todos los que han podido se han modernizado. Los que no, los que siguen viviendo en esa su puesta bucólica dicha de lo mágico-religioso, como tantas tribus amazónicas, son aquellos a los que no se les permite hacerlo; por la incuria o torpeza de los gobiernos, o, como en tantos países africanos, porque su primitivismo es la mejor manera que tienen sus caciques de servirse de ellos para sus fines políticos (véase el caso del siniestro Mobutu campeón de la 'cultura mágica' y enemigo declarado de la 'europeización', que, sin embargo, tiene en Suiza los 2.000 millones de dólares que lleva robados). Por eso, esos pueblos cuya identidad. cultural quisieran conservar intocada los ecologistas culturales del Occidente (y sólo ellos) están, siendo exterminados -en todo el mundo -no sólo en Ruanda o en el Brasil-, sistemáticamente.
En verdad, estas ideas continúan una antigua doctrina de profundas raíces europeas, la de la utopía, que, desde el Renacimiento no ha cesado de retomar cíclicamente y una de cuyas manifestaciones modernas fue el indigenismo latinoamericano. Como lo habían hecho León Pinelo, tratando de demostrar que el Paraíso Terrenal estuvo en la Amazonia, o el Inca Garcilaso de la Vega con su bellísima descripción de la sociedad perfecta encamada en el Imperio -de los Incas, William Ospina transfiere hacia un pasado mítico: y una idílica sociedad no racional, inmersa en lo sagrado y lo natural, sus críticas (algunas muy legítimas y otras no) a los yerros o excesos o carencias de la cultura occidental, una cultura llena de defectos, sin duda, salvo el de carecer de autocrítica, que ha ejercitado con ferocidad a lo largo de su historia, despellejándose hasta la carne viva, una y otra vez, gracias a 'lo cual ha muerto y renacido innumerables veces, y se halla hoy vivita y coleando, sobre todo por obra de sus impugnadores y dinamiteros, como el autor de Es tarde para el hombre.
No exagero. En esta severísima impugnación de Europa y del Occidente sólo se cita a tres o cuatro escritores que no vengan de allí (una excepción es Borges cifra y suma de lo europeo) y, en cambio -siempre con acierto y, conocimiento- a una larguísma serie de poetas, músicos, artistas, filósofos o novelistas franceses, alemanes, italianos, ingleses, rusos, austriacos, daneses, entre los que figuran de Quincey, Bertrand Russell, Byron, Valéry, T. S. Eliot, Nietszche, Marx, Novalis, Keats Shelley, Victor Hugo, Gérard de Nerval, Wordsworth, los hermanos Grimm, Hólderlin, Goethe, Rimbaud, Freud, Voltaire, Flaubert, Marguerite Yourcenar, Dante, Schopenhauer, Dostoievski, Kafka, Joyce, Balzac, Alfred Dóblin, Swedenborg, Beethoven, Rembrandt, y paro de contar porque hay muchos más. Con enemigos tan devotos ¿qué falta hacen amigos? Sin esas lecturas, William Ospina no sería el habilidoso fabricante de ficciones sociológicas y antropológicas que es, ni alentaría las discutibles ideas que con tanto talento predica, ni sus cantos de sirena marearían con tanta sutileza, de entrada, a incautos lectores como el que esto escribe.
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