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Debate político y monólogo

Joaquín Estefanía

Para que haya un debate público fructífero sobre las cosas que acontecen han de existir unas mínimas reglas del juego: por ejemplo, el respeto de las partes que se confrontan dialécticamente. Hay gentes que demandan un debate con el objeto teórico de clarificar lo que se polemiza y de inmediato condicionan el escenario o el lenguaje de ese debate, de modo que del mismo no sólamente salgan unos vencedores claros y sin riesgo intelectual -ellos- sino que, además, al contrario no le queden ganas de repetir la experiencia.Hay quienes cuando estos días abordan las privatizaciones parten de la consideración, intrínsecamente indiscutible para ellos, de que los sindicatos son un problema político ya que, enquistados en las empresas públicas como última trinchera previa a su desaparición, tan sólo luchan por las cuotas de poder y los privilegios. Buen tema para un debate sin aprioris. Por el contrario, el cambio de propiedad de las empresas, de lo público a lo privado, respondería a una purísima operación que pretende "aumentar la eficiencia del sistema"; quien alegue que la experiencia europea plantea dudas sobre lo obtenido en cada caso y casi siempre ha devenido en un vasto proceso de concentración de capital, y no en el abandono concepto del capitalismo popular (los pequeños ahorradores venden en cuanto ven la oportunidad de realizar una plusvalía), está haciendo un malévolo juicio de intenciones y quizá pretende volver al preferido esquema de derechas e izquierdas.

Esta forma de vestir al maniqueo y luego atizarlo hasta sacarle del ring, ha formado parte hasta hace muy poco de la argumentación de la izquierda más sectaria, pero el método es utilizado hoy por protagonistas de otras aventuras ideológicas. Para quienes marcan las cartas del debate público de esta forma sólo se puede discutir dentro de lo políticamente correcto, de ese corpus que se denomina pensamiento único, en él que la economía está en el puesto de mando y prima sobre lo político, aunque responda a la voluntad de los electores; en el que un mayor grado de liberalismo económico conduce inexcusablemente a una profundización de la democracia; y en el que los Ejecutivos arbitran constantemente en beneficio de las rentas del capital porque para este factor de la producción no existen fronteras. Es de mala educación discutir acerca de todo ello, aunque la evidencia empírica demuestre tantas veces su inexactitud.

Para la dignidad del debate público conviene conocer quién es el que entra en liza. Además de los sinceros defensores de las privatizaciones -que los hay y no sólo en el bando de los conservadores- y de quienes opinan que unas sí y otras no, o depende del momento y del precio, también los hay que hoy las predican con gran pasión y antes, como servidores de otras Administraciones, agrandaron con el mismo ardor el sector público socializando las pérdidas del privado; hay quienes hasta hace poco, como presidentes de empresas o de holdings públicos, demandaron multimillonarias subvenciones para las mismas con el objeto de vestir las cuentas de resultados (y realzar su personal gestión) y hoy reclaman su rápida enajenación; quien recuerda que entre los nacionalizadores estuvieron Mussolini o Franco, pero no dice que uno de los más grandes liberalizadores contemporáneos se llama Pinochet. Del mismo modo que hay quienes reclaman intelectualmente la libertad de despido o el abaratamiento del mismo desde sus cómodas cátedras vitalicias o desde sus cargos de altos ejecutivos con contratos blindados. Es legítimo, pero también lo es conocimiento previo de estas circunstancias para la gente que observa el debate, que es la que vota.

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