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¿Negociar con los terroristas?

Fernando Reinares

A pesar de la unánime respuesta que los partidos democráticos vascos dieron recientemente a un anuncio previo en el cual ETAm declaraba siete exiguos días de tregua, algunos cualificados portavoces del nacionalismo moderado han sembrado cierta confusión entre lo que significa abrir canales de diálogo con la organización terrorista y el hecho de que el Gobierno español se avenga a entablar una negociación política. Para apreciar la sensibilidad de los dirigentes de una organización terrorista hacia posibles iniciativas gubernamentales que faciliten el abandono de la violencia y el progresivo retorno a la vida civil de los activistas presos o huidos, los contactos exploratorios y el discreto intercambio de mensajes no deben ser desconsiderados por las autoridades, al menos bajo determinadas circunstancias.De hecho, un diálogo así permitió, a inicios de los ochenta, la autodisolución de ETApm y la paulatina reinserción social de la gran mayoría de sus miembros, sin que ninguno de éstos haya reincidido en actividades terroristas. Cosa bien distinta es, sin embargo, que los gobernantes de democracias consolidadas como la nuestra acepten negociar directamente con quienes practican el terrorismo algún arreglo de contenidos políticos que, de uno u otro modo, se trate de imponer luego al conjunto de la población afectada. Varios obstáculos de carácter técnico desaconsejan cualquier negociación política con los terroristas, y otras razones de índole normativa la hacen injustificable. La propia lógica de las organizaciones armadas clandestinas advierte ya dificultades inherentes a negociar políticamente con los terroristas. Más allá de un determinado momento, relativamente temprano en la trayectoria de los grupos armados clandestinos, el objetivo de la propia supervivencia tiende a prevalecer sobre otros fines de índole programática. En particular, son los dirigentes clandestinos, gran parte de cuya vida adulta ha transcurrido en la clandestinidad, quienes más interés suelen tener en asegurar el mantenimiento y la viabilidad del grupo armado. De hecho, sus expectativas personales están frecuentemente ligadas al éxito de la movilización que lideran. Pero no es menos cierto que, con el paso del tiempo, el conjunto de quienes militan en tan reducidas asociaciones dedicadas a la conspiración violenta deviene menos receptivo a los incentivos sustentados en argumentos políticos que a los basados en elementos de solidaridad intragrupal.

Así, es habitual que las organizaciones terroristas persistan, no sin recurrentes discrepancias internas, aunque hayan fracasado en alcanzar las metas originalmente ambicionadas o con independencia de los cambios acaecidos en las circunstancias sociales, económicas, culturales o políticas que sirvieron para justificar, inicialmente, el uso de métodos violentos. Convertido un grupo terrorista en fin en sí mismo, los dirigentes clandestinos promueven la realización de actividades predatorias más propias del chantaje y la extorsión característicos de la criminalidad organizada que de una violencia desplegada con el propósito de condicionar asuntos de interés público.

En el mismo sentido, conviene también recordar que los objetivos finales perseguidos por una organización terrorista, caso de ser tenidos en cuenta por las autoridades competentes para diseñar e implementar la respueta estatal ante sus prácticas violentas, no siempre son lo suficientemente explícitos. Aparecen a menudo como algo maximalista o indeterminado, aptos para acciones expresivas pero marcadamente volubles y poco accesibles a la transacción. No es infrecuente, a, este respecto, que la progresiva realización efectiva de algunos objetivos previamente declarados por una organización terrorista, sea o no consecuencia de sus propias acciones, venga definida desde la ilegalidad no tanto como un escenario de éxito, siquiera relativo, sino más bien como una amenaza a la supervivencia del grupo armado clandestino. Este denota entonces cierta tendencia a redefinir periódicamente las demandas planteadas, rechazando por irreales o insuficientes los logros ya alcanzados y ampliando el rango de sus reivindicaciones hasta hacerlas, en la práctica, inasequibles al convenio. No en vano, uno de los principios organizativos detectados como especialmente sobresalientes en el caso de los grupos terroristas consiste en que la acción adquiere primacía sobre la conversación, prevaleciendo el estruendo de las armas sobre el registro de las palabras.

Es preciso aludir igualmente al hecho de que cualquier negociación entre las autoridades estatales y los dirigentes de un grupo terrorista entraña, entre otros riesgos, el de provocar múltiples consecuencias no deseadas. Por ejemplo, si un Gobierno manifiesta públicamente su voluntad de entablar conversaciones de contenidos políticos con los insurgentes armados, tal actitud puede ser interpretada como signo de debilidad por parte del segmento intransigente de la organización clandestina implicada y quizá también de los sectores radicalizados de otros grupos extraparlamentarios, sirviendo así de acicate para que la primera persista en su actividad ilegal y los segundos se decanten hacia un repertorio de acción colectiva más agresivo.

Además, la apertura de un proceso negociador como el descrito reduce sobremanera la eficacia de otro tipo de medidas gubernamentales existentes, especialmente las encaminadas a afectar la cohesión interna de los grupos terroristas. Así, por ejemplo, cuando los militantes clandestinos perciben expectativas, fundadas o no, de negociación política entre el poder ejecutivo y su organización de pertenencia, se muestran mucho menos proclives a aceptar los incentivos legales que les son ofrecidos para disociarse del entramado violento, aunque ya no se identifiquen con el mismo. En todo caso, una negociación política entre delegados gubernamentales y portavoces terroristas implicaría siempre el reconocimiento del grupo armado clandestino al que los segundos pertenecen como interlocutor válido, para grave menoscabo de cuantos actores colectivos utilizan, con el fin de hacer avanzar sus demandas, por radicales que pudieran parecer, los cauces establecidos de representación e intercambio existentes en una sociedad abierta. Para detrimento también de los principios de legalidad y de legitimidad en que se fundamentan las democracias. Y es que cualquier negociación como la, aludida rompe las reglas del juego democrático, genera gran incertidumbre institucional y suscita un no menor desconcierto en la opinión pública. Equivale en la práctica a una suspensión temporal del Estado de derecho y a una quiebra del orden constitucional, de imprevisibles consecuencias ulteriores.

Sin embargo, un imperativo de la respuesta estatal al terrorismo en el marco de las democracias liberales ha de ser el de mantener y defender sus bases de legitimación al tiempo que, con una cuidada observancia de los principios y procedimientos de una forma de gobierno basada en la pluralidad y el respeto a los derechos humanos, desacreditar semejante desafío, violento en lugar de conceder le beneficio político alguno, Se trata, en definitiva, de afirmar la perfectibilidad propia de los regímenes democráticos frente a la intolerancia constitutiva, del despotismo terrorista.

Fernando Reinares ocupa la cátedra Jean Monnet de Estudios Europeos en la UNED.

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