Una conversación sin fin
"... Una suerte de conversación mundial sin fin". Así ha definido un tribunal federal de Filadelfia a Internet para establecer a continuación que "el Gobierno no puede interrumpir esa conversación", en una resolución a propósito de la Ley de Decencia en las Comunicaciones (Communication Decency Act, DCA). La ley ha sido declarada inconstitucional a la espera de los recursos que obligarán a definirse a la Corte Suprema de Estados Unidos.La DCA, aprobada por el legislativo norteamericano y firmada por el presidente Clinton el 8 de febrero de 1996, el jueves negro de los internautas, respondía a las presiones de los grupos fundamentalistas religiosos en impía colusión con las grandes corporaciones de las telecomunicaciones. Escandalizados los primeros por la presencia de contenido pornográfico en la red y temerosos, una vez más, de la apertura de un nuevo canal de comunicación masivo y libre, y deseosas las segundas de controlar esa especie de foro caótico y abierto que es Intemet. Con su aprobación se autorizaba la censura en el medio y se abría la posibilidad de imponer penas de prisión y multas cuantiosas a quienes facilitaran el acceso de menores a imágenes indecentes o pornográficas en Internet y, ya puestos, a todo lo que pudiera resultar "patentemente ofensivo" a juicio de cualquier acusador excitable. Todo ello formulado con una peligrosa vaguedad que invita a las interpretaciones más absurdas acerca ' de qué es lo que se puede considerar ofensivo o censurable.
El día en que esa ley se aprobó se iniciaba también una campaña masiva de rechazo a lo que era percibido por la mayoría de los usuarios de Internet como un ataque a la libertad de expresión: la campaña del lazo azul sobre fondo negro, que se extendió, seguramente con más rapidez que ninguna otra en la historia de la lucha contra la censura, como una mancha de aceite por toda la tela de araña (Web). Un símbolo (el lazo azul sobre fondo negro) que desgraciadamente adquirió otro significado unos días después, cuando, con dos manos blancas añadidas, se difundió desde la Universidad Autónoma de Madrid como expresión de duelo por el horrible asesinato del profesor Tomás y Valiente en esa universidad y de repudio a quienes ejecutan o respaldan esos hechos.
Las consecuencias de la nueva ley, aun mientras se examinaban los recursos contra ella, empezaron a notarse inmediatamente. Con resultados a veces grotescos como el caso de una de las grandes compañías de servicios on line que, en su celo por erradicar los foros de discusión de contenido indecente, censuraron todo aquello que contuviera términos al parecer indicativos de su sospechoso sesgo como, por ejemplo, la palabra "pecho"; con lo que cerraron, entre otros, todos los espacios dedicados al tratamiento y la prevención del cáncer de mama. Otras iniciativas menos risibles fueron los sucesivos cierres de foros de contenido sexual, por miedo a las consecuencias de la aplicación de la ley, seguidos por reaperturas parciales forzadas por la mayor o menor presión de los suscriptores. Todo un lamentable ejercicio de autocensura inducida por la legislación hoy derogada.
Los partidarios de la libertad de expresión en la red, detractores de la Ley de Decencia en las Comunicaciones, no están, por supuesto, a favor de facilitar el acceso de los menores a material obsceno o pornográfico. Desde luego los adultos deben tener la libertad de expresarse como y sobre lo que les parezca conveniente; de lo que se trata es de dilucidar si la responsabilidad sobre lo que deben o no deben ver o escuchar los menores compete a los Gobiernos o a los adultos que los tengan a su cargo. Más aún, el desarrollo de soluciones tecnológicas sencillas y baratas que habrían permitido a los adultos identificar y bloquear, según su propio criterio, contenidos inconvenientes para los menores han sufrido un retraso, por no decir una paralización, con la entrada en vigor de una ley que dejaba en manos de los Gobiernos la potestad de decidir lo que es inapropiado e impedir su difusión. Una nueva versión de la vieja pulsión de intentar utilizar la fuerza de coacción del Estado para imponer puntos de vista sobre la moral o la sociedad, propios de determinados grupos, al conjunto de los ciudadanos, o para eludir las responsabilidades personales en la educación de los propios hijos. Por lo demás, la historia demuestra que las censuras argumentadas en base a la protección de la moralidad de los menores son siempre utilizadas para otros fines menos argumentables cuando la ocasión se presenta.
No es la primera vez, ni será la última, que ocurren cosas como ésta. Cada vez que ha aparecido un nuevo medio de difusión, cada vez que como consecuencia de una invención se ha ensanchado significativamente el ámbito de los que pueden emitir y recibir ideas e informaciones potencialmente peligrosas o impías a juicio de Gobiernos o de poderes fácticos, se intenta controlar lo que se difunde y limitarlas posbilidades del nuevo medio.
Ya ocurrió con la imprenta, y más cercanamente con el cine. "El poder del cine respecto de la moral y la educación no tiene límites; por tanto su integridad debe ser protegida como hacemos con la de nuestros hijos en los colegios". Con esta mezcla de claridad en el objetivo y confusión en el razonamiento se expresaba Will H. Hays, el senador que impuso en los años treinta su famoso código de decencia en el cine. Contentaba así a las asociaciones religiosas, las llamadas ligas de la pureza, temerosas de que el nuevo medio de expresión, con su fantástico poder de penetración, pudiera debilitar las creencias de los fieles e inducirles a poner en cuestión su autoridad. Ya sabemos toda la hipocresía, la autocensura y hasta las delaciones y los arreglos de cuentas que generó el código, para ser arrumbado casi treinta años después, no habiendo deparado beneficio constatable alguno y sí un balance más bien sombrío.
Internet es de por sí un fenómeno espectacular. Hace tan sólo tres o cuatro años era algo conocido casi únicamente por científicos y académicos y unos pocos profesionales. En tan breve tiempo su expansión ha sido explosiva, estimándose el número de usuarios en la actualidad en unos cincuenta millones, con un ritmo de crecimiento imparable. Bien es verdad que la procedencia de esos usuarios está muy lejos de ser homogénea; como en tantas otras cosas, sólo el mundo desarrollado está en condiciones de utilizar este nuevo medio, aunque su incipiente extensión a países más pobres se está produciendo con rapidez.
La particularidad de Internet es que casi cualquiera puede ser emisor de contenidos y no sólo receptor. Basta estar conectado a la red telefónica, un PC ordinario y conocimientos informáticos relativamente elementales para situarse en la tela de araña. Otra
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cosa es la calidad o la utilidad de lo que se transmite, como, por otra parte, ocurre también en los soportes clásicos, papel, pantalla de cine o de televisión u otros; pero en principio las oportunidades de difundir mensajes de todo tipo se han multiplicado más allá de lo imaginable en cualquier otro medio. Los jueces de Filadelfia han llegado a opinar que se trata de "la forma de expresión de masas con mayor participación de las desarrolladas hasta la fecha", por lo que merece la máxima protección.
Es evidente que ese foro virtual ilimitado contiene de todo: mensajes de contenido pornográfico, racista, violento y principalmente irrelevante, pero también otros que, los contrarrestan; solidarios, informativos, de utilidad profesional, culturales o científicos. Ya sabemos que los amigos de ETA pueden difundir, y difunden, su siniestro mensaje, pero también que puede montarse una campaña de solidaridad con sus víctimas y de movilización social en su contra. Un obispo disidente francés ha montado su propia diócesis virtual en Internet, y cientos de miles de personas e instituciones nos hacen llegar sus ideas o sus fines a través del nuevo medio. Es un reflejo digital del mundo real, sólo que permite llegar a más sitios que los normalmente accesibles de modo físico, y comunicarse con muchas más personas, y más alejadas, que lo que sería imaginable directamente. Los daños que pueden producirse al deambular por ese mundo virtual suelen ser menos irreversibles que los que nos pueden asaltar al darnos una vuelta por el mundo real, pero también las sensaciones o los placeres son incomparablemente menos intensos.
En resumen, un mundo que bulle y que contiene todo el potencial de maldad o de estupidez, de inteligencia o de solidaridad que contiene el mundo real. Y como ocurre en éste, en todo lo que tiene que ver con las relaciones entre personas, acabará por imponerse algún tipo de organización. El problema está en saber si esa organizacíón se hará respetando lo que la civilización ha ido conquistando en defensa de la libertad y de la privacidad, siempre en entredicho y siempre necesitado de defensa, en los medios convencionales o en los nuevos, o bien estará impregnada del espíritu inquisitorial que se despierta cada vez que un nuevo medio de difusión de ideas permite que más personas accedan a ellas e intercambien sus propios mensajes.
Cayetano López es catedrático de Física de la Universidad Autónoma de Madrid.
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