A Sangre fría
Este perro setter se despertó temprano, se duchó con gusto en la madrugadora mañana de junio, eligió un traje suelto de Adolfo Dominguez y se peinó, esmerándose en la raya, la melena roja de la que estaba tan, pero que tan contento: ningún otro perro tiene un pelo comparable. Y aunque no le iba a servir, pues se despeinaría mil veces en los desfiladeros burocráticos del aire acondicionado, se le comprende: por la noche tenía una cita en una terraza de Rosales con una perrita pointer, cuya extremada. juventud le hacía sentirse un poco culpable pero a la que pensaba pedirle que vivieran juntos la novela de trescientas páginas que le asomaba a los ojos húmedos con cada sonrisa. Y para ello pensaba tomar ese mismo día ciertas disposiciones.
A la misma hora en que la mañana sacaba reflejos dorados al pelo del setter mientras se arreglaba la barba de poeta, en el lado de la ciudad por el que el sol se acuesta, la boa se zampaba de un latigazo su diario desayuno bajo en calorías de ratón aterrorizado. Sin un eructo, con la mirada negra y fría como el interior de una caja fuerte, la boa esperó a las 08.15 para deslizarse fuera de su terrario de arena sucia al mármol gris de su piso de Orense y, sin tan siquiera mojarse un poco su piel sudada, se deslizó hasta su coche, un Jeep Revenge con eje dentado, memoria para los agravios de tráfico y cristales oscuros, que es; el que le da a las boas una ligereza muy difícil de conseguir, y más para las boas que hacen ciertos trabajos ejecutivos.
Para cuando la boa llegó y cruzó con enérgicos contoneos a la moqueta de su despacho con el primer cohiba encajado en la jeta, hacía ya rato que Almudena, una ardilla madrileña de primera generación (hija. de una de las que trajo Tierno para El Retiro, ¿recuerdan?), atendía en la caja a los resignados ciudadanos que venían a cobrar pensiones y sueldos, y a pagar: el cardiólogo del caballo, el colegio de los cachorros, el viaje de novios a París de unas palomas... Hasta entonces Almudena había logrado sujetar los nervios e incluso sentir un poco de pena por los clientes que se rascaban los bolsillos.
Eran las 09.05 horas cuando vio a Setter en la puerta. Esa hora silvestre estaba prevista pues Setter es incapaz de puntualidad -todo le gusta y le distrae- aunque se le perdona por su sonrisa de tunante. Pero nada más llegar se le torció el destino. Porque si durante la noche insomne y sudorosa Almudena había decidido ayudar le cuando llegara el momento, al verle tan puesto, evidentemente para otra, le entró una de esas rabias que les entran a las ardillas de voz aguda y en ese instante decidió entregarlo a su suerte.
No le costó: le imaginó con la otra. Tras revisar los papeles que traía el setter, desordenados en la prosa poco práctica de quien escribe poemas, Almudena dijo las palabras fatales que esa noche ardiente de junio se había jurado no pronunciar nunca: "Don Setter, estaremos encantados de asesorarle".
Eso significaba un nuevo retraso en la llegada al trabajo, pensó el setter, pero la ardilla ya le guiaba, con su morena gracia de piscina y su falda tubo, a un despacho con el aire acondicionado a tope. Detrás de una mesa que parecía una pista de tango, y que en realidad servía para intimidar a los clientes, se desparramaba en el sillón anatómico una insinuante boa con músculos de gimnasio y aspecto eficaz.
Lo era. Como estaba previsto, para cuando Setter salió de su despacho, a las 10.46, su melena roja había desaparecido e iba calvo y desnudo como un boxer, y las perspectivas eran de guardar la línea durante al menos diez años. Su vida sexual sería segura: no tendría. Pues ¿cómo iba a invitar a su novia con quince pesetas al mes para extras? Lo extraordinario es que no iba enfadado,, ni triste, ni frustrado, ni revolucionario... Con tacto y mano izquierda -para algo era Master por Harvard en Altos Estudios de Juegos de Manos-, la boa le había convencido de que todos esos sacrificios, incluido el del pelo en el altar de la moda sospechosa que vivimos, eran no sólo equitativos sino solidarios y por tanto necesarios. Su novia le estaría esperando, y si no es que no lo merecía.
Eso mismo pensaba Almudena, que ya había hecho su apuesta.
Y todo sin disparar un tiro.
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