La ciudad loca
Al atravesar el año 2000, por primera vez en la historia más de la mitad de los seres humanos vivirá en ciudades. La corriente inmigratoria multiplica el número de las metrópolis, pero, sobre todo, agiganta la corpulencia de las superurbes. A mitad de este siglo, sólo existían dos ciudades con más de diez millones de habitantes. Actualmente son cuatro, y a ellas se suma una veintena más entre los cinco y los diez millones, la gran mayoría en zonas pobres.En 1986, una conferencia celebrada en Barcelona catalogaba los problemas de este hacinamiento humano y lanzaba una lista de recomendaciones para contener el mal. Cuatro años más tarde, en la siguiente conferencia que tuvo lugar en Tokio, la casi totalidad de los participantes consideraba una fatalidad este movimiento y aparecieron las tesis sobre su bien relativo.
La cumbre que ahora se celebra en Estambul sigue los pasos de 1990. La marcha hacia la gran ciudad se estima irremisible, y en ella, entre asfalto, crímenes y chabolas, se decidirá el destino de la especie del próximo siglo. En el año 2025 pasará del 60% el número de hombres, mujeres y niños que se acumularan entre los vehículos y las basuras. China, deliberadamente, programa la edificación de 250 nuevas urbes con un tamaño para dos millones de habitantes. La aglomeración más que la disipación es el modelo que se está gestando en nombre del progreso. De la misma manera que la economía se concentra en espectaculares copulaciones de macroempresas, los individuos se apilan como mano de obra.
En 1950, Ias ciudades de México y Sao Paulo eran centros relativamente pequeños, con 3,1 y 2,4 millones de personas; en la actualidad, Sao Paulo tiene cerca de diecisiete millones de habitantes y México alrededor de dieciséis. En menos de cuarenta años, la población de Kinshasa se ha multiplicado por 20; Lagos por 30 y Abiyán por 35. El gigantismo configura un universo donde se gestan las nuevas visiones del porvenir junto a las visiones de la miseria extrema.
La utopía urbanística de los años sesenta, la ordenación del territorio para mejorar el establecimiento humano, la política de inversiones públicas para racionalizar los asentamientos, ha sido sustituida por un dejar hacer que se aviene con las determinaciones espontáneas del mercado. La política no sólo ha abdicado de la ideología social, ha abandonado también la idea de lo social. La inmigración hacia las grandes urbes es una combinación entre la esperanza del desplazamiento y la amenaza de muerte que acosa en la retaguardia y a la que ya no se pone coto. La decadencia de la agricultura intensiva, las plagas, las hambrunas o las matanzas tribales mueven a millones de personas. Exactamente, cada semana, un millón de personas en fuga se adhieren a los arrabales de las megaciudades. No hay servicios de transportes, de viviendas, ni de auxilios sanitarios suficientes.
La ciudad ha sido históricamente el territorio propicio para la propagación de epidemias y sigue siéndolo a pesar del desarrollo de la ciencia. El cólera que se presentó en Latinoamérica en 1992 requirió la hospitalización, de una u otra forma, de 400.000 personas y costó la vida a 4.000. Las muertes que no ha producido ninguna nueva guerra mundial se cifran en estas concentraciones. En el Tercer Mundo, desde Bombay o Calcuta a Shanghai o Yakarta, la mortalidad en la urbe constituye ya el nuevo rostro de un desarrollo ciego; en el mismo Nueva York, el índice de mortalidad infantil en el Bronx es ya semejante al de Bangla Desh.
Hasta hace un par de décadas estas sevicias inducían a la acción de los Gobiernos y organizaciones internacionales. Pero la generalidad de los Gobiernos, hoy afanados en atender a los requerimientos de la competitividad mercantil, vertidos en devotos del neoliberalismo y la dictadura del mercado, sólo atienden, en coherencia, a la marcha de las mercancías y poco a las marchas de los hombres. Prácticamente, el planeta entero está contagiándose de esta demencia en la que la macrociudad es el síndrome espectacular de la patología.
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