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Tribuna
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¿Recuerda usted a Hartzenbusch?

¿Recuerda usted quién fue Hartzenbush, el que tiene una calle por Arapiles? No, ¿verdad? Pues bien: Augusto Monterroso, el escritor guatemalteco-mexicano que nos ha vuelto a visitar hace unos días, no sólo recuerda quién fue (un autor menor pero honrado), sino que es capaz -y sin mayor alarde- de recitarlo de corrido desde que era más pequeño. (De Monterroso es la perspicaz observación de que los pequeños tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista). Lo que cuento porque una vez jubilada la taza de los grandes memoriones, como Dámaso Alonso o Alberti, que en su día pasea baja por el Retiro recitándose el siglo de Oro, pronto habrá que poner en las placas, como en París, quiénes fueron los protagonistas de nuestras calles porque ya nadie se acordará; (lo cual puede tener sus ventajas).Ya ven ustedes, en el ecuador mismo de la Feria del Libro, que de una excusa para organizar cócteles transforma al libro en el rey por un día de la ciudad, no se me ha ocurrido otra forma de llamar la atención sobre nuestras bibliotecas públicas: pues fue en ellas, en Guatemala, donde Monterroso se hizo con una de las culturas más sólidas que conozco, como ocurre a veces con los autodidactos.

En nuestros tiempos cualquiera puede comprobar que las bibliotecas son, junto con la mejora del medio ambiente, la promesa electoral que todo gobierno se siente autorizado a olvidar primero: ya ni protestamos cuando en la esquina donde el candidato había prometido poner libros crece un edificio de diez plantas, a medio millón el metro cuadrado. Eso es lo normal, pensamos; esa es, la tradición.

Con la misma naturalidad yo había terminado por aceptar como uno de los hechos de la vida la rijosa estadística de que sólo el 10% de la población ha visitado jamás una biblioteca pública, y que en algunas de ellas te echen una bronca si vuelves el mismo día a sacar otro libro: me consta. Ahora me acabo de enterar de que muchas bibliotecas públicas no compran por principio literatura contemporánea. Y me he enterado al hablar con estudiantes normalmente constituidos -es decir pobres-, que no habían leído ciertos libros últimos, pese a interesarles, porque no habían podido acceder a ellos en ninguna biblioteca, incluyendo las de sus facultades. Es decir que los más de doscientos mil universitarios que hay en Madrid tienen que sacrificar un cine o las cervezas de medio mes para comprar cualquier novedad. Es un dato, me parece, que sin un átomo de demagogia ayuda a explicar entre otras cosas el extraordinario despiste en materia de lecturas no académicas que se puede detectar (no siempre) en la universidad madrileña. Mejor no dar ejemplos,

No es sólo cuestión de dinero. En las librerías de la capital del cuarto productor de títulos del mundo no es posible encontrar la obra de Pushkin, por ejemplo, o algunos títulos de Turgueniev, y en la metrópoli editorial del español resulta difícil encontrar incluso en bibliotecas los versos del colombiano José Asunción Silva que, al margen de que se enamorara de su hermana, se estudian en Inglaterra por su revolucionaria cadencia, o la obra magnífica del mexicano Martín Luis Guzmán, íntimo amigo de Azaña, español durante un tiempo y uno de los responsables de que 25.000 republicanos encontraran asilo en México.

Yo había catalogado como una pobreza muy de nuestro tiempo la de una pareja de amigos escritores que van a los Vips a leer las nuevas novelas que les interesan. Por lo visto es una práctica más frecuente de lo que se diría (espero que ningún tecnócrata de pelo corto la vaya a impedir), igual que el préstamo de libros y el afane, que yo creía, con nostalgia, algo propio de los tiempos en que por un libro la gente era capaz de quedarse un mes sin postre. Al principio lo más tentador es arremeter contra este maastrijpeísmo en virtud del cual se justifica hasta que la gente no pueda leer -quién lo hubiera dicho- pero bien pensado lo que hay que hacer es reivindicarlo: tengamos tan buenas bibliotecas públicas como en Europa,- y que en ellas, como allí, se puedan encontrar los libros que la gente quiere leer.

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