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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vivir con Corcega

UNA DIFICULTAD añadida a los problemas con que se enfrenta la construcción europea, más allá de las cesiones de soberanía por parte de los Estados, de la democratización de las estructuras comunitarias o de la discutible voluntad política para llevar adelante el proyecto, es la proliferación de particularismos, históricos o sobrevenidos, que esmaltan el mapa del Viejo Continente. Particularismos que, para mayor paradoja, invocan el europeísmo como marco en el que plasmar sus aspiraciones soberanistas. Pero en Europa occidental, y no digamos si se considera todo el continente, hasta los Urales, hay cientos de territorios con idiomas, culturas, tradiciones susceptibles en teoría de ser invocados para avalar otras tantas pretensiones de soberanía. No existe modelo capaz de hacer compatibles esas pretensiones con el proceso de unificación política europea.El caso de Córcega, aparte de demostrar que ni siquiera el jacobinismo de la grande nation ha logrado reducir esa tendencia diferencialista, viene a poner de relieve que a veces basta una vaga insatisfacción colectiva, sumada a vacilaciones del Gobierno, para que se desaten manifestaciones de violencia terrorista protagonizadas por un bosque de grupúsculos armados enfrentados entre sí.

Córcega sólo pertenece a Francia desde mediados del siglo XVIII, y en la isla se habla un patois del italiano al que los autoctonos llaman corso, pero cuyo defecto para no convertirse en una lengua con igual rango a cualquier otra de las mediterráneas ha sido carecer de un grupo dominante político-social capaz de imponerla en pie de igualdad con el idioma de la nación francesa.

La insularidad y el subdesarrollo constituyen una combinación insuperable para quienes pretendan alentar imágenes como la del colonialismo interior. Esa imagen fue decisiva en el florecimiento, en los años sesenta y setenta, de varios regionalismos periféricos en Bretaña, Occitania o la isla natal de Napoleón. El resultado fue, al menos en el caso de Córcega, que el desdén político se intentó compensar con la protección económica por vía de subvenciones crecientes: otra combinación que favorece la explotación del agravio.

Ante la existencia de diversas fuerzas político-terroristas en la isla, que han llegado a proclamarse independentistas pero que en su tiempo habrían sido perfectamente reconducibles por medio de algún tipo de descentralización política auténtica, la V República ha ensayado todas las medidas disponibles en el repertorio administrativo, y ninguna ha dado resultado. El propio Gobierno está dividido sobre la medicina a aplicar, y estos mismos días el primer ministro, Alain Juppé, ha proclamado la prioridad de la seguridad -combinada con el desarrollo económico- frente a la consigna de diálogo en la firmeza adelantada por el ministro del Interior, Jean Louis Debré.

Si esa consigna apuntaba a ciertas concesiones administrativas, la actitud desafiante de los extremistas corsos avala la política de fuerza y cuestiona la búsqueda de soluciones políticas. La experiencia indica que, cuando la actividad terrorista se entremezcla con reivindicaciones nacionalistas, las medidas políticas apenas sirven para reducir la violencia. Pero son una condición indispensable para evitar su extensión. Y Francia no se ha distinguido hasta hoy por adelantarse a los acontecimientos en este terreno.

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