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El 'mayo popular'

¿Se puede establecer un balance de este mayo popular cuando apenas hace un mes de la investidura y de la formación del nuevo Gobierno? Sí, no sólo es posible sino necesario, por dos razones. La primera es que la acción de gobernar se ha de acometer con energía desde el principio, por ser éste el momento en que las fuerzas están más frescas; con el paso del tiempo la rutina y los Intereses diversos afloran y desgastan la maquinaria de poder. La segunda es que el tradicional periodo de gracia que antes se concedía a los nuevos gobiernos ha pasado de 100 días a poco más de veinticuatro horas; a partir de ese momento, cualquier decisión, gesto o intención es inmediatamente contestada por una coalición ad hoc de sectores diversos. Por ello es posible que las primeras semanas de este Gobierno constituyan la última oportunidad para enfrentarse con los problemas estructurales de la economía española.Hasta ahora, la actuación de José María Aznar como presidente del Gobierno arroja nubes y claros. En el debe hay que apuntar cierto secretismo a la hora de tomar decisiones, lo que ha producido que muchos de sus ministros no hayan sabido qué puesto iban a ocupar hasta primeros del mes de mayo (de ahí, la sensación de improvisación en muchas de sus actuaciones). En el haber, además de reconocer la importancia de las relaciones con Marruecos, el líder popular ha identificado dos problemas, Maastricht y el desempleo, que aunque no son los únicos sí son vitales para el futuro de España. Hay quien, como un personaje de Isabel Allende, piensa que "si los problemas se mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el transcurso del tiempo", por lo que es de agradecer su valentía. El siguiente, e inaplazable, paso es el de gobernar.

Es preocupante que, tras dos meses en los que el Partido Popular se aseguró con brillantez el apoyo de Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco y Coalición Canaria, lleve ahora un mes en el que todavía parece seguir buscando más y más apoyos para tomar unas medidas que tarde o temprano tendrá que tomar. Hasta ahora da la sensación de que todo. lo hecho se ha limitado a una operación de cosmética. No sorprende, pues, que el gobernador del Banco de España condicione una posible bajada de los tipos de interés a que "realmente" se tomen medidas fiscales y presupuestarias.

El primer puesto en el orden de prioridades del Ejecutivo lo ocupa-Maastricht. El objetivo es claro: se trata de cumplir los re quisitos de entrada para formar parte de la Unión Monetaria y Económica (UME). Los objetivos fijados en la ciudad holandesa son buenos en sí mismos; además, el que los cumplamos en el plazo previsto para la moneda única es sumamente importante si queremos mantener nuestra credibilidad, estabilidad monetaria, minimizar los costes de la ya elevada deuda, atraer inversiones desde el exterior, eliminar gastos por meras transacciones, aumentar la competitividad y -no menos importante- mantener nuestro peso específico en la política europea.

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De todos los requisitos exigidos, quizá el más difícil de cumplir sea el del déficit público, que se sitúa alrededor del 5,8% del PIB frente al 3% exigido. Es decir, en dos años el recorte ha de ser de dos billones de pesetas. ¿Cómo lograrlo? Para el año en curso, el Ejecutivo ya ha anunciado un recorte de 0,2 billones. Preocupa, sin embargo, que pueda ser insuficiente, y que no se haya dicho de dónde va a salir la tonsura. Salvo las insistentes declaraciones de que sanidad, educación y pensiones no se van a tocar -en sus memorias, Winston Churchill recordaba que "no hay peor error en política que el de alimentar falsas esperanzas para ser pronto barridas"-, nada más sabemos de la poda. Otra reducción podría venir por la vía financiera: si se rebajan los tipos de interés en un punto, el ahorro en los intereses de la deuda sería de unos 0,4 billones (aunque parece irresponsable apostar porque esta rebaja se produzca). Por último, el Gobierno confía en vender empresas públicas -las joyas de la corona: Telefónica, Argentaria, Repsol y Endesa-, por 0,4 a 0,6 billones; es decir, una medida coyuntural que obvia los cambios estructurales necesarios. Pero incluso en el caso de que todo saliera según lo planeado, los recortes podrían ser insuficientes debido a la ralentización económica.

El 97, por tanto, será el año clave que habrá de medir nuestras posibilidades reales. Los Presupuestos habrán de ser muy restrictivos y sería enormemente importante que la Oficina de Presupuestos dibujara, desde hoy mismo, sus líneas generales, preparando a la sociedad española a los ajustes. Esta oficina, dependiente directamente de Moncloa, es una de las novedades más positivas que nos ha traído el equipo de Aznar. Su objetivo es el de velar porque el Presupuesto cumpla su verdadero objetivo, que no es otro que el de disciplinar la actividad financiera del Estado. Hasta ahora, y en especial durante el periodo 1989-92, en que se produjo una desviación media de gastos de un 25%, el Presupuesto ha sido, más que un arma contra el despilfarro, su principal valedor. Por tanto es bienvenida la creación de una oficina que tiene al presidente del Gobierno como responsable último de la subordinación del Estado a los intereses económicos del país. Pero eso no es todo; si queremos que el déficit no absorba todos nuestros futuros recursos debemos abordar de inmediato una reforma del sistema de pensiones. En la actualidad, en España, sólo hay 1,8 contribuyentes por pensionista (proporción que en el futuro sólo empeorará). El factor demográfico podría llevamos en pocos años a la quiebra del Estado. Hay quien afirma que si se crearan más puestos de trabajo, el problema desaparecería. Sin embargo, ni la hipótesis más optimista -y poco factible- de que se creen dos o tres millones de empleos podría aliviar la enorme carga económica a la que estamos abocados. Sólo una reforma radical del actual sistema podría solucionar el problema de las pensiones de nuestros mayores. Sin embargo, los políticos no sólo no se responsabilizan de la situación, sino que además declaran, una vez sí y otra también, su compromiso con el sistema público de pensiones. A lo más que se atreven es a pedir un desarrollo urgente del- Pacto de Toledo -poco importa que implique una reducción de las pensiones para intentar salvar lo insalvable.

La consideración de que el actual sistema es un logro del modelo europeo de bienestar pesa sin duda en el ánimo de los españoles, que parecen exigir a los políticos su mantenimiento. Éstos, por su parte, se plegan a sus demandas por miedo a perder votos y los medios de comunicación no sólo no hacen nada por reavivar el debate, sino que además rastrean las declaraciones de los políticos en busca del más mínimo desfallecimiento. La postura peca de dogmática e ignora, siguiendo una inveterada -y muy negativa- costumbre española, lo que ocurre en el resto del mundo. La consecuencia es que el conocimiento que existe en España

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sobre las pensiones, las alternativas y sus efectos, es prácticamente nulo. Pocos saben que el sistema de reparto desaparece día a día en el resto de los países europeos. Pocos saben que el sistema de capitalización, por el que se pretende sustituir gradualmente, ofrece sustanciosas ventajas para todos: para los futuros pensionistas porque reciben una pensión mayor de la proporcionada por el Estado; para la Administración pública porque la gestión privada elimina los costosos cargos de su gerencia; para el Estado porque lo libera de una carga financiera abrumadora; y finalmente, para la economía del país porque los fondos de pensiones aumentan exponencialmente las tasas de ahorro, abaratando el coste del dinero y favoreciendo su disponibilidad para la financiación de empresas, aumentando como consecuencia el número de puestos de trabajo. En contra del sistema privado de pensiones se aduce normalmente que el público es un sistema más solidario. Sin, embargo, es difícil comprender cómo un sistema que emplaza a generaciones no nacidas a pagar unas deudas cada vez mayores puede ser solidario.

Alguien ha de tener el valor suficiente para agarrar el toro por los cuernos y debatir con urgencia este tema hasta ahora tabú en la sociedad española.

También sobre las causas del desempleo existe una extendida ignorancia. Hay quien considera, seriamente, que el paro se debe a que el número de puestos de trabajo es fijo y, por tanto, para estar todos activos, tenemos que repartirlos. Sin embargo, confunden la consecuencia con la causa del problema; nuestro mal está en (que desde los años setenta no hemos creado empleo neto. Es precisamente esa incapacidad para crear nuevos puestos de trabajo lo que hace que ocupemos el dudoso honor de tener la tasa más alta de paro del mundo occidental. Las innumerables trabas con que, el sector servicios se ha encontrado a lo largo de estos años explica en buena medida por qué no se han creado. En España todavía existen demasiados sectores protegidos que imponen un freno a la actividad económica. Desde los colegios profesionales, con sus elevadas tasas, a las telecomunicaciones, y desde, la legislación del suelo a las trabas al comercio, los obstáculos son innumerables, e insalvables en muchas ocasiones. Otro factor importante han sido los costes laborales, que han aumentado año tras ano por encima de la productividad, generando cada vez mejores condiciones para cada vez menos trabajadores. Las empresas han tenido que hacer reajustes, siempre insuficientes, y se han dedicado, cuando han podido, a sustituir personal por maquinaria. Por otra parte, el coste excesivo del despido ha hecho que los empresarios hayan sido reacios a la hora de contratar. Por último, la escasa flexibilidad horaria, funcional y geográfica impide que las empresas puedan utilizar sus recursos humanos de una forma eficiente.

Para corregir el primer aspecto, el de las barreras a la competitividad, el Gobierno Popular ya ha declarado su intención de liberalizar el mercado del suelo, las telecomunicaciones, la energía, y algún sector protegido, como, por ejemplo, el farmacéutico. Es de desear que las buenas intenciones se vean respaldadas -¡cuanto antes!- por medidas que lleguen hasta el fondo y eliminen en su totalidad los frenos a la libre competencia.

Los excesivos costes laborales y el abaratamiento del despido son objeto de la negociación que se está llevando a cabo entre sindicatos y patronal. El resultado final debería ser un acuerdo por el que las partes se comprometan a promover la contratación indefinida, con costes extrasalariales menores, a cambio de un despido más económico y menos judicializado y de un régimen laboral mucho más flexible. Sin embargo, si las posturas hasta ahora manifestadas por los sindicatos son algo más que una mera táctica intimidatoria, el acuerdo será poco menos que imposible. La postura del Gobierno es la de esperar a que las partes se pongan de acuerdo. Tal actitud es un principio encomiable, pero vistas las posiciones de unos y otros podría tomar el cariz de un inquietante lavado de manos. Hace pocos días, la Encuesta de Población Activa señalaba que ya son casi un millón las familias españolas en que ninguno de sus miembros cuento con trabajo. Ni ellos, ni España, pueden esperar indefinidamente. Si el acuerdo entre,sindicatos y patronal no se produce, el Ejecutivo tendrá que cumplir con su obligación, que es la de gobernar. Buscar el máximo consenso puede ser prudente; esperar indefinidamente posiblemente sea insensato.

Los retos que tiene planteados el nuevo Gobierno son abrumadores. Al esfuerzo para llegar al euro, y a la determinación para acabar con el paro hay que añadir aspectos no menos importantes, como son la reforma de la Administración pública y la necesidad, trascendental, de mejorar radicalmente la educación universitaria. Mientras tanto, el mundo avanza, nuestros vecinos se adaptan a las nuevas exigencias, el reloj marca las horas y nosotros seguimos sin saber qué va a quedar del primer mayo popular.

Diego Hidalgo es editor y escritor, autor de El futuro de España.

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