Los nuevos regímenes semiparlamentarios
En mayo de 1996, dos Estados democráticos han estrenado un nuevo modelo de régimen parlamentario que puede tener un futuro prometedor. Hoy, los ciudadanos de Israel elegirán, por primera vez, un presidente de Gobierno por sufragio universal. El pasado día 17, Romano Prodi, elegido también por los electores, de forma oficiosa pero clara, en las legislativas del 23 de abril, fue nombrado oficialmente presidente del Consejo de Ministros italiano. Este tipo de régimen podría calificarse de "semiparlamentario" para distinguirlo del régimen semipresidencial establecido en Francia desde 1962, que es su simétrico exacto. Los dos regímenes son a la vez parlamentarios, porque el Gobierno es responsable ante las cámaras, a las que puede disolver, y presidenciales, porque el pueblo elige a la autoridad ejecutiva: en el primer caso, un primer ministro; en el segundo, un presidente de la República. Ambos han sido imaginados para resolver el mismo problema: intentar trasladar a los regímenes europeos la eficacia y estabilidad del modelo británico.El régimen político de Gran Bretaña ha evolucionado a lo largo del siglo XX hacia una democracia moderna que no se corresponde con su esquema teórico. El Parlamento de Londres, más prestigioso que todos sus imitadores porque ya en 1215 empezó a limitar la autoridad real y luego a disgregarla, dispone legalmente de un poder ilimitado. En realidad, tras haber reducido el papel del monarca hereditario a una mera función simbólica, tuvo que doblegarse ante su sustitución por un poderoso monarca elegido, personificado en la figura del primer ministro. La elección por mayoría, votada por los electores, y la disciplina de voto de los elegidos en las asambleas ha hecho que arraigue espontáneamente un bipartidismo rígido que permite de hecho a los ciudadanos designar al jefe del Gobierno y castigarlo si su política no les gusta. El líder del partido ganador accede automáticamente al puesto de dirigente supremo, donde tiene garantizada la permanencia durante toda la legislatura, ya que dispone de una mayoría dócil condenada a la disolución si no le apoya.
El régimen semipresidencial se inventó en 1920 para contribuir a la democratización de la Alemania imperial y de la Finlandia zarista. Mediante unas elecciones por sufragio universal, se confería al presidente de la República una autoridad moral equivalente en la democracia a la que tenían sus predecesores en la Monarquía. Pero lo único que el jefe del Estado recibía eran unos poderes de arbitraje excepcionales, ya que la nación estaba dirigida de hecho por un primer ministro responsable ante el Parlamento. En Berlín, este sistema no impidió el advenimiento del nazismo, tras haber sido incapaz de estabilizar y fortalecer unos Gobiernos que, al carecer del apoyo de una mayoría, eran tan débiles como los de París durante la III y IV repúblicas, o los de Roma en la Primera. En Helsinki demostró la misma ineficacia, aunque allí, la proximidad de la tiranía soviética fomentó el desarrollo de un espíritu democrático. En definitiva, el régimen semipresidencial sólo ha funcionado bien en París desde 1962, cuando De Gaulle republicanizó el bonapartismo, que a su vez había fusionado la elección popular y la realeza populista de Enrique IV y de Luis XIV.
Seis años antes, en 1956, el régimen semiparlamentario fue descrito en un artículo, publicado por Le Monde el 12 y 13 de abril, en un momento en el que el parlamentarismo francés llegaba al máximo de su impotencia. Eminentes constitucionalistas exigían entonces su sustitución por un régimen presidencial a la americana, olvidando sin embargo que éste no ha dado muchos Gobiernos eficaces y que, fuera de Estados Unidos, jamás ha funcionado democráticamente. Se proponía establecer un "auténtico régimen parlamentario", imponiendo mediante normativas legales los mecanismos desarrollados en Gran Bretaña mediante el modelo de escrutinio y el sistema de partidos. Tras una reforma constitucional, los electores votarían en dos papeletas distintas a los diputados y al primer ministro, que tendrían que permanecer unidos durante toda la legislatura, con la obligación de presentarse a unas nuevas elecciones en caso de desacuerdo, manifestado mediante la moción de censura, la dimisión forzada del jefe de Gobierno o la disolución de la Asamblea Nacional.
Éste es exactamente el régimen que hoy se estrena en el Estado de Israel, en cumplimiento de la reforma constitucional elaborada en 1994. Italia ha tomado también el mismo rumbo. Pero lo ha hecho por voluntad de sus ciudadanos, que obligaron a los parlamentarios a tomar una decisión contraria a sus tendencias. En 1993, un referéndum convocado por iniciativa popular impuso prácticamente la adopción de un sistema electoral mayoritario. A pesar de la desviación provocada por el sistema proporcional, en las legislativas del año siguiente los electores dieron una clara victoria a la alianza de derechas formada y dominada por Silvio Berlusconi, que fue nombrado primer ministro por el presidente de la República de acuerdo con el modelo del parlamentarismo británico. En 1996, los ciudadanos han dado otro paso más hacia el modelo israelí, al designar con sus votos a Romano Prodi como jefe de Gobierno si la coalición del Olivo ganaba las elecciones.
A Roma le falta todavía el otro elemento esencial del régimen semiparlamentario aplicado en Tel Aviv: la trabazón entre el primer ministro y su mayoría durante toda la legislatura que les obliga a volver a presentarse de nuevo a las elecciones si no se ponen de acuerdo para gobernar. En menos de un año, Berlusconi tuvo que dimitir por la fragmentación de su alianza de derechas y hubo que volver al parlamentarismo tradicional italiano. En este sentido, Refundación Comunista, con sus veleidades marxistas, hace que la mayoría elegida en 1996 sea tan vulnerable como lo era la
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de 1994 por culpa de la Liga Norte y sus veleidades separatistas. Romano Prodi tiene pocas probabilidades de lograr una reforma constitucional que garantice que toda ruptura de la mayoría votada por los ciudadanos provoque automáticamente nuevas elecciones parlamentarias, pues tal revisión de la ley fundamental, difícil jurídicamente, sigue sin gustar políticamente a quienes deberían aprobarla.
Pero ninguna Constitución prohíbe una reforma legislativa que no sea expresamente contraría a sus disposiciones. Nada impide avanzar hacia un régimen semipresidencial mediante una simple ley electoral, más fácil de votar. Bastaría con suprimir el escrutinio proporcional, añadir una segunda vuelta a un escrutinio mayoritario al ciento por ciento y precisar los deberes de los electos. No sería inconstitucional imponer a éstos que respeten sus compromisos electorales, y aceptar sólo como primer ministro al líder de la alianza uyo nombre figure en las papeletas de voto y con quien tendría que volver a presentarse en caso de moción de censura o de dimisión del jefe de Gobierno. Al no poder restringir las prerrogativas de los parlamentarios y del presidente de la República definidas por la Constitución, tales compromisos sólo tendrían un valor moral. Sin embargo, no sería fácil ignorarlos; después de todo, las normas que hacen del primer ministro británico un monarca elegido no tienen otro fundamento.
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