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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Apertura o cierre

LA POSIBILIDAD de atentados terroristas, tanto por parte del grupo integrista palestino Hamás como de la ultraderecha judía, ha puesto cierta sordina a la campaña electoral israelí. Simón Peres y Benjamín Netanyahu se mueven rodeados de grandes medidas de seguridad, y sus partidos respectivos, el Laborista y el Likud, evitan la convocatoria de actos de masas. Sin embargo, ello no resta un ápice de trascendencia a la cita de los israelíes con las urnas del próximo miércoles. Los comicios del día 29 son los más importantes en los 48 años de historia de Israel, y no sólo para el Estado hebreo, sino para el conjunto de Oriente Próximo y para esa mayoría de la comunidad internacional que desea la continuidad del proceso de paz en la región.Los israelíes tendrán que depositar dos papeletas: en una escogerán directamente al primer ministro -ésta es una novedad presidencialista inspirada en el modelo norteamericano- entre los dos únicos candidatos al puesto, Peres y Netanyahu; en la otra optarán por uno de los 21 partidos que aspiran a obtener escaños en la Kneset o Parlamento. Peres, que nunca ha llevado al laborismo a una victoria electoral, se presenta como heredero del asesinado Isaac Rabin, político con amplia experiencia, garante de la continuidad del proceso de paz con los palestinos y los sirios, y favorito de la comunidad internacional.

Si no fuera por el dolor y la angustia provocados por la última oleada de atentados de Hamás, no cabría la menor duda respecto al triunfo de Peres. Pero Netanyahu, más conocido como Bibi, un hombre más joven, fogoso y carismático que Peres, está sabiendo explotar esos elementos para estrechar la diferencia. Consciente de que anunciar la marcha atrás en el proceso de paz podría enajenarle sectores pragmáticos, moderados y centristas, Netanyahu se limita a anunciar que lo desacelerará o congelará. A diferencia de sus predecesores en el liderazgo del Likud -Isaac Shamir fue el caso más patente-, ya no predica el Eretz Israel, el Gran Israel bíblico. Su principal diferencia con Peres estriba, pues, en lo que él afirma escandalizado que el primer ministro laborista piensa hacer: aceptar la creación de un Estado palestino, devolverles a los palestinos la mitad oriental de Jerusalén y devolver el Golán a Siria.

De la complejidad de Israel da prueba la necesidad que tienen los candidatos de seducir a determinadas comunidades con gran peso electoral. Peres intenta que el casi millón de árabes con nacionalidad israelí se olviden de las matanzas de civiles recientemente cometidas en Líbano y le voten a él como un mal menor frente a Netanyahu. Y los dos rivales se disputan el voto particular de dos sectores concretos de la sociedad judía: los religiosos, que constituyen el 25% de los cuatro millones de judíos, y los 700.000 inmigrantes rusos llegados en los últimos años a ese rincón del Mediterráneo. Todo ello obliga a que los programas no sean demasiado explícitos, pero aun así, es evidente que la victoria del reflejo conservador encarnado por Netanyahu supondría un serio peligro para el proceso de paz. Y no sólo por las ideas del candidato del Likud, sino también por las de muchos de sus compañeros de viaje como el halcón Ariel Sharon y tantos rabinos nacionalistas y ultraortodoxos. El pueblo israelí se encuentra en una encrucijada, obligado a elegir entre una política de apertura, diálogo y concesiones que no puede garantizar al ciento por ciento la seguridad, o un regreso al numantinismo, que tampoco puede hacerlo. El miércoles tendrá que tomar una decisión histórica.

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