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La terra trema

Víctor Gómez Pin

En los años en que París jugaba el papel de ciudad faro, un lugar de referencia para muchos inmigrantes, exiliados o simplemente estudiantes, era la cinemateca de la Rue d'Ulm que, contra viento y marea, mantuvo hasta los años setenta el precio fijo y prácticamente simbólico de un franco y un céntimo de franco. Algunas de las películas eran de obligada reposición, y entre ellas figuraba aquella de título misterioso, que narraba las peripecias de una familia de pescadores en la costa oriental de Sicilia, en el pueblecito que después supimos era Aci Trezza, no lejos de Catania y a la sombra del Etna. Desde las primeras imágenes, quedábamos suspendidos a aquel universo elemental, literalmente en blanco y negro, con malos que lo eran irreversiblemente y víctimas carentes de toda culpa. Fuera cual fuera nuestro lugar de origen, nos reconocíamos en aquella historia de Mezzogiorno, protagonizada por los propios habitantes de Aci Trezza, que se expresaban en su lengua siciliana, y que llegaba a nosotros a través de un milanés privilegiado, obligado a recurrir a su fortuna personal para evitar que la filmación fuera interrumpida. Nos conmovía aquella sobria parábola sobre la condición humana, la obligada confrontación a la naturaleza y la distorsión del sentido de este combate al quedar mediatizado por la jerarquización entre los hombres y la explotación social.En el momento álgido del drama, cuando la ignominia de los especuladores y la pérdida de la barca que aseguraba la subsistencia no parecen ofrecer otra perspectiva que la emigración, se vislumbra como alternativa el plantar cara, el luchar por la transformación social. Esa transformación social del Mezzogiorno, que también el Norte esperaba; un Norte consciente no sólo de la situación del Sur, sino, asimismo, de las razones del Sur. Pues en el Torino del ya entonces desaparecido Cesare Pavese, como en el Milán que más tarde muchos identificaríamos a la voz de Ivan della Mea (que fustigaba, en su lengua vernácula, la genuflexión social), Mezzogiorno no era sinónimo de cultura de la indigencia, sino de civilización a pesar de la indigencia; civilización que, cuando la indigencia fuera abolida, se restauraría en todo su esplendor. Y a la vez que la situación de las poblaciones del Sur era analizada en términos de condiciones sociales, el desarrollo económico y cultural de las sociedades del Norte (moldeadas por valores urbanos y por la generalización de la educación) no era jamás disociado de la durísima lucha de los que habían contribuido al mismo, incluidos aquellos trabajadores del Mezzogiorno que, a caballo entre dos mundos, encarnaban, por esta situación misma, la unidad concreta de lo que se denominaba Italia. Gentes de Mezzogiorno cuyo sueño y cuya frustración el propio Visconti reflejaría emblemáticamente en esa familia de Rocco que apuntaba a abrirse camino en la capital lombarda y que los barceloneses podía hacer evocar una imagen punzante: la de aquellos a los que (durante el llamado "plan de estabilización" y la consiguiente crisis) eran en la estación de Francia acogidos por... la Guardia Civil, que les brindaba un billete de retorno para el mismo tren (de nombre exótico - -el Shangai- o meramente descriptivo -el Sevillano-) que les había traído.

El desprecio al Sur existía también entonces en la Italia del Norte, pero no se daban las condiciones sociales de que imperase en las conciencias, ni menos aún de que fuese impúdicamente proclamado.- Hoy, sin embargo, en la Venecia de vieja tradición obrera, quizas en ese mismo Murano que envió un nutrido batallón de voluntarios a la guerra de España, tiene audiencia un líder que declara: "Pensar hoy en lanzar económicamente al Mezzogiorno es una simple locura". Palabras de las que inmediatamente se hizo eco un político de un norte más cercano: "El norte italiano es trabajador y rico". ¿Hay manera más clara de sugerir que los del sur, además de pobres, son simplemente unos vagos? "Que en el sur los tartesos se tiren panza arriba", escribió en cierta ocasión con brutalidad un poeta vasco cuya memoria nos gustaría vincular a otras líneas. La diferencia es que, entonces, tal poema hirió directamente la sensibilidad de sus lectores y el propio poeta pareció repudiarlo. Hoy las cosas han cambiado y, por ceñirse al caso de Italia, el evocado líder concluye cínicamente: "El norte y el sur no pueden salvarse formando parte del mismo Estado". Cuando se responde exclusivamente al imperativo del "sálvese quien pueda", estúpido sería, ciertamente, correr junto a aquel que se considera intrínsecamente cojo. Que el Mezzogiorno pase, pues, a convertir se en esa antesala del infierno a la que por la naturaleza de sus habitantes se halla destinado y construyamos juntos una Padania limpia y que trabaja. Para engalanar el objetivo, no faltará referencia que vincule a piamonteses, friulianos, lombardos o vénetos en una raíz común... racial y celta (sic), ¡en territorios en que se hablan lenguas de múltiples raíces, pero en ningún caso celtas!

Todo ello sería meramente grotesco si no resultara altamente doloroso. Pues la pregunta: ¿cómo puede un obrero de Mestre comulgar con pro pósitos tan impúdicos?, sólo posibilita una respuesta: hemos sido vencidos. Hemos perdido (provisionalmente al menos) la batalla en la lucha por la dignidad de la condición humana; no se nos permite ya vivir en conformidad a la convicción de que los hombres, como las culturas y las lenguas, son, salva veritate, intercambiables; he mos sustituido la solidaridad sustentada en convicciones racionales por piadosas e hipócritas declaraciones de samaritana caridad, perfectamente compatibles con el más absoluto de los desprecios. Hemos sido vencidos, y con moral de derrota es difícil mantenerse erguidos. Tiende, pues, lógica mente, cada uno a arrimarse al sol que más calienta... de haber realmente algún sol que caliente. Pues cuando la Europa de Maastricht nos mueve esquizofrénicamente a la vez a consumir y a prever la sustitución de la amenazada pensión; cuando ancianos, enfermos y parados con subsidio son en todas partes considerados poco menos que saboteadores de la patria (cuya salud económica es incompatible con tal despilfarro!); cuando, en suma, ni siquiera es seguro que la genuflexión garantice la subsistencia, entonces, el orden que nos ha vencido no está lejos de devorarse a sí mismo. Quizás, una vez más, la terra trema.

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Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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