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El último peatón

Cuatro, y no más, fueron para Blasco Ibáñez los jinetes del Apocalipsis: la muerte, la guerra, el hambre y la peste. Se quedó corto, ciertamente, pero eso fue debido a que él no vivía en Madrid a finales de milenio. De haber sido un visionario, sin duda habría incluido en su lista un jinete adicional: un ingenio sobrecogedor que cabalga desde hace años por nuestras calles olisqueando herejes. Es una entidad chulesca, irritante, estrábica por vocación, mitad hierro, mitad mala leche, que sobrevuela ideologías y que sirve con lealtad a los concejales de circulación; sea cual sea su color. El artefacto en cuestión dispone de sucursales en todas las ciudades y, pese a su falta de atractivo personal, goza de inmejorable fama entre los que manejan la autoridad. Se trata, como habrá advertido el lector, de la grúa municipal. El juguetito fue pergeñado hace ya unos decenios y ningún ayuntamiento lo ha arrinconado desde entonces. Actualmente ha llegado a un punto sublime de operatividad: la grúa se fija en un coche, lo engancha, lo levanta y lo factura hacia un almacén. Si no se paga lo estipulado, allí se queda. No lo rescata nadie, ni aunque uno sea Pilar Rahola. Y si no se tiene dinero, se pide prestado. Poco importa que la abducción responda al capricho de un amargado (lo que sucede de cuando en cuando) o que simplemente se trate de un malententido. "Primero se paga y luego se protesta", parece ser su modo de razonar. Un lema que me atrae (por lo que encierra de subversivo) y que podría resumirse, de modo más coloquial, en una sola expresión: "A joderse, caballeros".

Por otra parte, la conducta de los municipales, por incomprensible, no ayuda a que cuaje el tema. Se llevan coches que aún no afectando ni al tráfico ni a los peatones, por alguna razón oculta, a ellos sí les incomodan. Y al contrario: coches que sí molestan y dificultan el paso, nunca son retirados; sobre todo, a la puerta de ciertos pubs, restaurantes y discotecas, donde los clientes parecen gozar de un trato preferencial.

Algo falla. Una sensación de que estos agentes no siempre buscan aliviar los problemas viales, sino más bien ejercitar una caza por cuotas, al azar, o quién sabe si movida por intereses más turbios.

Siempre se ha dicho por ahí que el coche de uno es como el hogar. Un espacio propio donde la policía no puede entrar sin mandato judicial. Sutilezas al margen, hay gente que se lo ha tomado al pie de la letra y que ante la amenaza de los uniformados se ha atrincherado en su automóvil con la esperanza de impedir el abordaje. Inútil: si los sabuesos quieren llevárselo, antes o después lo conseguirán. Todo está a su favor.

Cierto que todos los conductores se han visto alguna vez afectados por un cabroncete que aparca en doble fila y desaparece sin. dar explicaciones. Son momentos, Dios nos perdone, en los que amamos a tal punto la autoridad que incluso llegamos a recordar con cariño a los chivatos que operaban en el colegio. Sin mbargo, la sensación es efímera. No termina de instalarse. Nos recuerda en suma a nosotros mismos; y pasada media hora, ya hemos olvidado el incidente.

Pero que la grúa sea un bicharraco odioso, ni exime de culpa a sus víctimas. De hecho, los conductores madrileños están pésimamente educados en asuntos viales. Casi todos se pican, casi todos avasallan según sus posibilidades, casi todos pierden el sentido de las proporciones y casi ninguno es capaz de reconocer sus errores. Por suerte, algunos no formamos parte del aparato. Observamos, y nos importa una higa cómo, funcionan los platinos, la bomba del agua o el cigüeñal, porque nosotros no tenemos de eso. "Me he comprado un coche nuevo", dicen a veces los amigos adoptando una inenarrable sonrisita de delectación. Y sin esperar reacciones, te hacen luego una relación de sus propiedades: "El modelo viene con periscopio cenital, con coliflor incorporada, con palangrines fibrosos, con asientos bio-prensiles y con elevalunas mental. Y sólo por tres quilos. ¿Qué te parece.

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Y a mí, que no me parece casi nada, me da por responderles a lo crudo. "Coche nuevo, sí; ¿pero quién tiene a quién?". Y como no entienden la metáfora, arrugan la nariz y se enfadan conmigo. Que les zurzan.

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