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Tribuna
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Clases

Viajar en primera no consiste en desparramarse en un asiento graduable cuya confortabilidad aparece en los anuncios de líneas aéreas mientras la azafata -o aún mejor, el azafato- nos sirve champán francés sin prisas pero sin pausas y bocaditos de caviar. Esos trances, en los que uno se desplaza por el lujo y el espacio al mismo tiempo, en medio de una especie de nebulosa, son la primera de la primera; pero la primera primordial, la verdadera primera, consiste en pertenecer al mundo en el que, cuando tu, avión se escoña, los Gobiernos y las líneas aéreas se gastan una pasta para buscar tus restos y recogerlos y meterlos en bolsitas para devolvérselos a tus compungidos deudos.Viajar en tercera no es apretujarse en las filas de atrás mientras te crecen las varices al tiempo que se te hinchan los pies, y, encima, tienes que conformarte con el rancho de plastilina, y si pides una copa la azafata te contesta que son 200 en cash. Ésta sólo es la clase turista de la primera.

Viajar en tercera, vivir en tercera, haber nacido y crecido fuera del vagón de cola, es lo que están haciendo los refugiados liberianos que, en miserables buques, arrastran su miserable condición de marginales de la historia, huyendo de la muerte, en busca de un lugar mejor en el que ser personas. Les rechazan los países limítrofes -el primero, Costa de Marfil, con su Vaticano de mármol construido a imagen y semejanza del original en otra tierra de miseria- y les habríamos rechazado nosotros, incluido el Papa.

Es una salvaje carcajada en el rostro hipócrita de la realidad que se hayan producido, al mismo tiempo, las trágicas escapadas de liberianos en sus buques fantasma y la minuciosa búsqueda de los pasajeros caídos, en pleno vuelo, en los Everglades de Florida. Es para morirse de la risa.

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