Calles de fuego
Esta plazuela es conocida por los habitantes y paseantes del barrio de las Maravillas, más propiamente rebautizado de la Malasafia, como el rastrillo, por los tenderetes que en ella se instalaban a diario hasta hace aproximadamente dos décadas, mercadillo popular que prolongaba las actividades comerciales de la calle del Espíritu Santo con sus puestos callejeros y sus tiendas: fruterías, verdulerías, carnicerías, panaderías, pescaderías y establecimientos de "ultramarinos y coloniales", algunos de los cuales perviven frente a la competencia desmedida de los súper, los híper y los megamercados. Calle peatonal en horario de comercio, no por graciosa concesión municipal, sino por derecho consuetudinario impuesto por el trasiego constante de amas de casa cargadas con sus bolsas, vendedores ambulantes, mozos de reparto y descargadores de camiones. Todavía, cuando el flujo ha disminuido sensiblemente, un taxista se lo pensará dos veces antes de pasar por ella a ciertas horas, y un conductor despistado se verá obligado a marchar al paso que le marcan los peatones que circulan por el centro de la calzada.El cronista realizó muchas veces en su infancia este itinerario de la mano de su madre, con parada al menos en un comercio de cada especialidad, siendo de su preferencia los ultramarinos, donde era obsequiado con galletas o caramelos, y podía hacerse subrepticiamente con pequeños trozos de bacalao en salazón que arrancaba de la pieza que reposaba sobre el mostrador. Después de los ultramarinos, sus preferencias iban por las carnicerías o carnecerías, donde el regalo consistía en rodajas de chorizo, salchichón y, en días excepcionales, de algún que otro taco o finísima loncha de jamón serrano. En estos comercios detallistas se hacían y deshacían todas las mañanas itinerantes tertulias, animados corrillos en los que las señoras intercambiaban, moderadas o enceladas por la tendera o el tendero de turno, jugosa y fresca información sobre los sucesos del barrio, una crónica oral que descendía a los detalles más mínimos de la vida ajena y cotidiana o se elevaba hacia asuntos de más trascendencia, nacimientos y muertes, bodas o desahucios, cambios de domicilio o llegadas de nuevos vecinos. Crónica rosa o negra de sonadas peleas conyugales y crímenes domésticos, delitos de sangre o picaresca, escándalos alcohólicos y coyundas venéreas. Nada escapaba de la mirada y el comentario de las sagaces cronistas, escuchadoras de puertas y fisgonas de patios y ventanas. Aún no se había inventado la televisión matinal y ni falta que hacía, pues la realidad congelada de las pantallas no podía competir con la viva, fresca y palpitante realidad del barrio, de boca a boca y sin intermediarios mediáticos.
En los corrillos de las tiendas las contertulias se regalaban al oído, y a sus puertas la vista se alegraba con el abigarrado espectáculo, de los vendedores ambulantes que pregonaban sus productos; una simple cesta de lechugas se convertía en objeto de magníficas glosas que citaban su noble procedencia y su rozagante esplendor. Los pregones de los vendedores se mezclaban con las animadas prédicas de las señoras de las rifas: un fantástico lote compuesto, a veces, por una botella de aceite, medio jamón y dos latas de espárragos. Una de estas vendedoras de la suerte tuvo algunos años, junto al Rastillo, un puesto donde expedía, sin receta, pastillas para la tos, ayudada por un mono titiritero y forofo del Real Madrid que tiraba de los pelos a los presuntos socios del Atleti que le señalaba su patrona entre le clientela. Pero el más misterioso de los pregones sonaba en la voz de una vendedora de coplas urgentes y sangrientas, herederas de los cantares de ciego que adornaba su pecho con una portada de la popular revista El Caso, decana de la crónica criminal. Las coplas, impresas en papeles de alegres colores, azules, rosas o amarillos, cantaban en glosarios ripios los sucesos más sangrientos de la semana, poniendo en verso la prosa de los reporteros con un lenguaje crudo y rudo, pero efectista y conciso como en el siguiente ejemplo: "Cuando llegó la criada, a la tienda de comestibles / todos eran ya cadáveres, todos cuerpos inservibles".
La pequeña y la gran historia de este barrio, y en particular de esta plaza, se podría comprimir dentro de la crónica de sucesos. Aquí, en esta plazuela de Juan Pujol o del rastrillo, mandó instalar su majestad don Felipe III una cruz de piedra con una paloma en su centro en acción de gracias al Espíritu Santo por arrojar su rayo purificador sobre un campamento de moriscos que allí había y que ardieron devorados por las lenguas de fuego del Paráclito; fulminante auto de fe que ahorró leña y papeleo a los inquisidores.Junto a esta misma cruz, unos años después su hijo Felipe IV, el rey pasmao, ordenó que se clava sen sobre unos palos las manos cortadas de todos los vecinos varones del arrabal, a los que acusaba de haber participado en un atentado contra su real persona. El rey sabía que los verdaderos culpables habían sido ciertos nobles levantiscos de su corte, pero prefirió montar tan espeluznante casquería para guardar las apariencias y no despertar rumores sobre el ruido de sables que ame nazaba su corona recién puesta. La historia de Maravillas ya empezó con muchísima Malasaña.
Al rey le acompañaban la noche del atentado en el que resultó herido, como era habitual en sus escapadas nocturnas, los dos mejores espadachines de la corte, don Agustín Mejía y don Luis de Haro, que pusieron en fuga a los asaltantes embozados. ¿Pero qué hacía su majestad paseando con nocturnidad y de tapadillo por Malasaña? El golfo, su majestad hacía el golfo cortejando gitanas, moriscas o cristianas en los llamados bailes de candil, tablaos y garitos clandestinos donde se concentraba la movida de la época. El más afamado de estos bailes era el de La Taberna del Mico, otro mono para la historia del barrio, establecimiento que muy bien pudiera haber estado en Espíritu Santo, esquina a la Corredera, en un edificio que continuó hasta hoy como panadería con el nombre de La Tahona del Mico.
En la plaza de Juan Pujol, sin cruces y centrada por una historiada farola fernandina, se reúnen todavía, cuando al caer la noche cierran las tiendas y se abren los pubs, moriscos y cristianos, payos y gitanos, inmigrantes y fauna autóctona frente a un muro cubierto de grafitos. No miran hacia el cielo, sino hacia las esquinas, más temerosos de las luces azules de los coches policiales que de los improbables rayos divinos que puedan abatirse sobre sus cabezas
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