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'Diferencia' británica

De derrota en derrota, John Major conduce el Partido. Conservador hacia el previsible abismo de 1997. Si los resultados de las elecciones municipales parciales del jueves fueran proyectados a escala de las legislativas nacionales del próximo año, los laboristas obtendrían el 44% de los sufragios, los conservadores el 27% y los liberal-demócratas el 26%. No obstante, Tony Blair se cuidaba ayer muy mucho de dar por ganadas las legislativas. Este ejercicio de prudencia por parte del líder laborista es particularmente sensato, puesto que, al igual que los democristianos alemanes de Helmut Kohl y los socialistas españoles de Felipe González, el Partido Conservador se está mostrando muy correoso en este último tramo de siglo.Hecha esta salvedad, sería extraño que los británicos no aplicaran en 1997 la regla de la alternancia que guía los comportamientos electorales de las democracias occidentales. Dix ans, ça suffit, coreaban los manifestantes antigaullistas de Mayo del 68; y ese viene a ser, más o menos, el plazo de paciencia de los ciudadanos con sus gobernantes. Los ciudadanos temen los vicios del apoltronamiento en el poder y apuestan, con razonable escepticismo, por las virtudes de la alternancia.

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El ecuador de los años noventa está conociendo muchos cambios de equipos gobernantes en la Unión Europea. Antes de fallecer, el socialista François Mitterrand dejó el Elíseo al gaullista Jacques Chirac; hace unos meses, el centro derecha de Aníbal Cavaco Silva fue derrotado por los socialistas portugueses y, muy recientemente, la coalición de centro izquierda del Olivo ganó los comicios italianos. Incluso España ha probado que no es diferente. González terminó perdiendo y José María Aznar llega a La Moncloa.

Este fin de milenio camina a velocidad vertiginosa, y de ello da cuenta el suplemento extraordinario con el que EL PAÍS celebra sus 20 años. A ese mismo ritmo consume líderes políticos democráticos (los dictadores tienen otro tempo). Para comprobarlo ni tan siquiera es necesario remontarse a 1976; basta con repasar la foto de familia de los dirigentes de los años ochenta. Ya no están los norteamericanos Ronald Reagan y George Bush, la británica Margaret Thatcher, el soviético Mijail Gorbachov, los italianos Giulio Andreotti y Bettino Craxi, los franceses Mitterrand y Jacques Delors, el portugués Cavaco Silva y, desde hoy, el español González.

El actual ciclo de alternancia en Europa culminará cuando los socialdemócratas alemanes derroten a Kohl y los laboristas a Major. Lo primero parece hoy harto difícil dado el extraño marasmo en que se ha sumido el SPD; lo segundo es más que posible. Y no sólo porque lo anuncia el rosario de derrotas conservadoras de los últimos años, sino por la profunda reconversión que Blair ha hecho del laborismo.

Blair ha despojado a su partido del rancio discurso marxista y obrerista y lo ha colocado en una posición de centro izquierda y de defensa de los intereses de las clases medias. Bajo su dirección, los laboristas están reflexionando sobre los grandes retos que la mundialización plantea a la socialdemocracia europea. Uno es cómo defender el Estado del bienestar aceptando la imperiosa necesidad de mejorar la eficacia económica. Otro es la creación de un nuevo internacionalismo que contemple cualquier violación de los derechos humanos o atentado contra el medio ambiente como un asunto que afecta a todos los ciudadanos del planeta. Un tercero es la igualdad de oportunidades en el acceso a las nuevas tecnologías de la comunicación.

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En un año sabremos si Blair ha logrado seducir con estos temas al Reino Unido, o si éste sigue siendo diferente.

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