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Tribuna:
Tribuna
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El yo del autor y su vuInerabiIidad

Los libros son más complejos y sin duda más ricos, cuando no más listos, que el autor, que sin duda ha participado en su nacimiento con perseverancia y a menudo gimiendo como un sometido a servidumbres físicas, y que no obstante recuerda que el manuscrito, especialmente cuando parece logrado, se cuenta a sí mismo y conoce impulsos más fuertes que la ambición del autor, motor que sólo sirve para tramos cortos.Por eso no diré nada muy profundo acerca de mis novelas, relatos o incluso poemas, pero sí quiero desnudar por un instante el yo del autor y su vulnerabilidad, esbozar sus movimientos evasivos, pero también decir algunas cosas sobre las condiciones de la escritura: por ejemplo, sobre un atril que va cambiando de lugar, y ello porque durante más de veinte años he visto Dinamarca, o más exactamente la isla de Mon, como un lugar maravillosamente hospitalario en cuya apartada ubicación se ha instalado, al principio improvisado sobre cajas, pero ahora ya de forma bastante estable, uno de mis tres atriles. Está en una habitación más bien diminuta, con vistas a una amplia pradera que da paso a las dunas de la playa, pradera sobre la que, aparte de un rebaño de terneras que rumian la hierba y el tiempo, grandes y pequeñas poblaciones de gansos salvajes ensayan su migración otoñal en incansables maniobras de despegue y aterrizaje.

Mon tiene mucho que ofrecer. Por una parte, esta isla tranquila me permite descansar verano tras verano de mi a veces agotada patria; por otra, aquí, entre el bosque, la pradera y las dunas de la playa, han nacido primeros esbozos de novelas, segundas y terceras versiones. Sin duda, en la capital de Mon, Stege, se anunciaba inmutable Udsalg año tras año, pero yo viajaba con distintos manuscritos: del Rodaballo a mi última novela, Un vasto campo, pasando por El encuentro en Telgte, Partos mentales, La rata y Malos presagios. He colocado allí mi atril, ya fuera como soporte de versiones manuscritas o de mi vieja portátil Olivetti, que, inquieta como yo, se adapta al clima de distintos lugares de escritura. No estamos apuntados a un ordenador ni conectados a Internet, pero probablemente sí al susurro de un imaginario manantial que sisea sílabas incesante, convierte los guijarros en palabras, gorgotea con acentos y mantiene así fluyendo el do del lenguaje.

¡Qué idílico cuadro, bendecido por las ranas y los mosquitos! ¡Qué torre de marfil en forma de casa nórdica con fachada de madera! Pero el verano pasado, cuando me había hartado de escribir y viajaba sin manuscrito, tan agotado como aliviado, nuestro lugar de refugio me deparó un favor especial. Desde una protectora distancia, mi esposa y yo vivimos desde Mon cómo en Alemania, manera gráfica y con gran tirada, se sometía mi novela literalmente a una prueba de resistencia antirrotura. Y también el autor, como un boxeador que ha de resistir los doce asaltos, era examinado en la jerga de los reporteros deportivos: ¿cuántos golpes puede encajar?, ¿muestra ya los efectos?, ¿hincará la rodilla pronto o en el penúltimo asalto?

Por suerte, la novela Un vasto campo resultó resistente. Por suerte, los lectores insistieron en seguir el hilo de mi narración por el laberinto inextricable de la historia. Y otro feliz azar: expectante, al terminar el trabajo en mi manuscrito, le había quitado el polvo a mi vieja caja de acuarelas. Hubo que buscarla porque desde los años sesenta no había seguido mi pasión de hacerme con pinturas solubles en agua y contra toda prohibición autoimpuesta-, imágenes de todo. Con unas transiciones fluidas y renunciando a todo adorno, la acuarela es la hermana de la lírica en la pintura. Como en un conjunto y para darme ánimos, susurraba: ocre claro, azul cobalto, siena tostada, amarillo de Nápoles, bermellón, sombra, índigo, verde savia... Un poco atemorizado, me pregunté si aún tendría valor de aplicar el cargado pincel sobre el papel húmedo, si me saldría bien este retorno como huida hacia adelante.

Por lo menos el primer impulso salió bien. Cambié de disciplina. Ya no era -aunque fuera sólo por unas horas- aprehensible, y por tanto era inmune, a los ataques en tinta fresca mientras, armado con agua suficiente en dos viejas botellas de Tuborg, pinceles, pintura y papel, me metía en la naturaleza; es decir, me esfumaba en un bosque y hallaba profusión de motivos. Si hace décadas Brecht tuvo que recluirse, en tiempos en los que, en vista de los abundantes crímenes políticos, una conversación acerca de árboles estaba sometida a prohibición, hace pocos años yo dibujé (en las montañas del Erzgebirge, en el Oberharz y también en el Ulfshaleskov) con carbón chisporroteante Madera muerta, mi libro sobre la extinción de los bosques, publicado en 1990. Una lúgubre visión que unas pocas palabras acentuaban.

Pero esta vez me premié con una naturaleza luminosa. Retraté árboles, sobre todo hayas. Son corpulentas, y capaces de grandes gestos. Ya consistan en un único tronco alzándose al cielo o les broten muchas ramas desde la raíz, siempre son conscientes de su belleza. A menudo parecen conversar entre ellas. Su lisa piel, apenas surcada de arrugas, se adueña de muchas tonalidades, desde el azul mate a un verde moho, incluso al violeta. Y cada haya que yo retrataba con humedad sobre humedad guardaba silencio. Pero también yo, mientras pintaba, estaba perdido para la lucha, de este mundo y sus ruidos adyacentes.

Es asombroso todo lo que me abandonaba tan pronto como desaparecía en el bosque con mis utensilios de pintura, acompañado únicamente por nuestro perro. Lo primero en palidecer fue el fárrago dé la escritura rápida de los suplementos literarios. Luego se esfumó esa sensación de asco con la que una compacta voluntad de aniquilación me había infectado.

Eso ya no era crítica, como la que estaba acostumbrado a ver, con su hermosa violencia, desde los días y años de El tambor de hojalata, no, esta vez había que quebrar el lomo del libro sobre la rodilla política. Como mi novela hablaba de la caída del muro de Berlín y sus consecuencias, fácil y maliciosamente se podían extraer de ella citas inexactas, es decir, falsas. Los que se consideraban vencedores dé la historia hicieron como si no la política, con todo su poder, sino el autor hubiera echado por tierra las posibilidades de la unidad alemana. Se puede decir que siempre fue costumbre castigar al mensajero que traía una mala noticia; pero aun

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Günter Grass es escritor alemán. Traducción: Carlos Fortea.

El yo del autor y su vulnerabilidad

Viene de la página anteriorasí es cierto que ese castigo jamás ha refutado una mala noticia.

A los reporteros deportivos que creían estar en un ring de boxeo les confieso que quedé herido; pero los árboles, sobre todo las hayas con su savia, me curaban visiblemente. Con toda la resistencia que puede llegar a tener un autor, me decía como en los cuentos: menos mal que nadie sabe lo olvidado de todo que puedes pintar aquí. Qué suerte que nadie te vea y ningún papa infalible, por mísero que sea, sospeche lo resistentes que son los herejes.

Cierto, estaba y estoy acostumbrado, por placer y por necesidad, a cambiar de disciplina una y otra vez en el curso de mi trabajo, a oscilar entre el manuscrito en el atril y los dibujos en el caballete, a pasar del aguafuerte, con la seducción de la perfección, al riesgo de la puntaseca, a someterme, tras el derroche de palabras de la prosa narrativa, a la lírica como cura radical, a revisar dibujando el poema escrito, a limpiarme, tras la disputa política en el trajín de la democracia -es decir, contaminado por la basura del lenguaje secundario- con ayuda de ligeros dibujos a lápiz, a inventar con rápidos trazos un compló de personajes que después, en esta y aquella constelación, lentamente empiezan a conversar y se pierden activos y culpables en el terreno épico, más aún: esta alternancia de disciplinas y herramientas artísticas se alimenta de un único tintero; pero esta vez la cosa era y salió distinta. Me habían puesto entre la espada y la pared para mí inconfundiblemente alemanas. Si había de creer la primera engañosa impresión, no veía más que pulgares vueltos hacia abajo. No me quedaba, como en los cuentos, más que una salida, el bosque: así que me salvé huyendo a mis acuarelas.

Hoy, mirando hacia atrás, me pregunto: ¿qué era tan decisivamente distinto? ¿Qué había cambiado de forma tan fundamental e irritante? ¿Eran aún posibles cambios reconocibles en la época de la discrecionalidad elevada a programa?

Creo haber observado que desde la decadencia y desaparición del sistema de poder oriental, llamado comunista, el sistema de poder occidental, llamado democrático, se agota al perder sus propios valores fundamentales. Hemos visto cómo en el curso de unos pocos años el concepto de tolerancia transmitido por la Ilustración se ha desgastado. Estamos viendo cómo el capitalismo se libera de vínculos sociales y civilizatorios y se desfoga sin freno, como en sus comienzos. Somos testigos de un acelerado proceso en cuyo curso Europa, aunque ansiosa de mercados de consumo en todo el mundo, se protege contra los refugiados, inmigrantes y asilados, y se convierte indignamente: en una mera fortaleza. Aunque con la presencia apaciguadora, hemos permitido el genocidio en la antigua Yugoslavia, porque allí no hay petróleo. No hemos alzado lo bastante la voz cuando la hermosa palabra solidaridad, a menudo objeto de abuso, fue arrojada al cubo de basura de la historia. Hacemos como si la, política, y en yunta con ella la economía, pudiera sustraerse a todos los criterios éticos, porque, supuestamente, los reparos morales ponen en peligro puestos de trabajo; porque la economía de mercado sólo funciona más allá de toda moral; porque la corrupción es parte de este sistema, y, porque de todos modos han pasado los tiempos de las grandes decisiones, a más tardar desde que el comunismo -estar contra el cual. pasaba por ser una gran decisión- está muerto o tanto come, muerto.

Bien, yo -un poco pasado de moda, y rehuyendo el espíritu de los tiempos- sigo pensando de otra forma. Por ejemplo, en el ámbito. de la literatura y de los peligros que la acompañan, siguen siendo necesarias y posibles grandes decisiones: desde la antigüedad, se trata de tomar partido por Ovidio y ponerse frente a los poderosos que desterraron al poeta de la metarmofosis al mar Negro, donde murió; y así sigue siendo hoy día, porque desde hace siete años los escritores -no, todos aquellos para los que la tan repetida libertad de palabra no es un mero artículo de usar y tirar- estamos obligados a asistir a Salman Rushodie en su forzada soledad e interrumpir a aquellos que o bien relativizan por intereses económicos la criminal sentencia dictada sobre este escritor o bien le dan incienso, como sumos sacerdotes de la teología, con lamentadora comprensión.

Lo mismo vale para el escritor ningeriano Ken Saro-Wiwa, que fue ahorcado con otros nueve opositores mientras el consorcio mundial Shell se lavaba las manos en petróleo como antaño Pilatos en inocencia.

Si quisiéramos renunciar a esta toma de partido, ya fuera por cansancio, ya por conciencia de nuestra impotencia, tendríamos que renunciar a nosotros mismos; sólo se habría rendido tributo al espíritu de los tiempos. Y, a este espíritu responde el que recientemente -sobre todo en la prensa alemana- esté de moda un insulto extraído del cinismo: se habla despreciativamente de buenas personas en cuanto se alza la protesta contra la inhumanidad.

Los tres escritores que he citado como ejemplo eran y son víctimas de la política, ya se trate de El arte de amar de Ovidio, de Los versículos satánicos de Rushdie y finalmente de la protesta literaria de Ken Saro-Wiwa contra la destrucción ecológica de su patria, el delta del Nilo, y la represión del pueblo de los ogoni: en los tres casos, el poder político se vio amenazado, y golpeó.

Este conflicto es consustancial a la literatura; eludirlo significaría vaciar las estanterías de libros. Y con eso llegarnos a un tema inmenso, que se complace en llenar el hueco entre dos exigencias máximas, pero también en las directrices estrictas. Si en los años setenta el arte y la literatura tenían que emplearse -desoyendo la temprana advertencia de Trotski- como siervos de la revolución, desde principios de los años noventa el arte, y la literatura se han abstenido limpiamente de intervenir en cualquier clase de política. Por impertinentemente y sin conocimiento de la historia del arte y la literatura que se impartieran ambas directrices como instrucciones, y por válidamente que se vinieran abajo en su aspecto reductor a través de cuadros y libros -ya fuera el Guernica de Picasso, ya 1984 de Orwell-, aun así, las doctrinas sobrevivieron, y la elaboración de tablas de prohibición no parece tener fin.

Pero el artista y los escritores saben que tienen que seguir leyes y presiones muy distintas. Así yo, a pesar de intentos muy astutos, nunca he conseguido escapar al material narrativo que se atravesaba en mi camino, a los temas de mi tiempo. A quien nació en los años veinte de este siglo, a quien como yo sólo por casualidad sobrevivió al fin de la guerra, a quien a pesar de su juventud no puede excusar su complicidad en el enorme crimen, a quien sabe por su experiencia alemana que ningún presente, por ameno que sea, puede ocultar el pasado con su cháchara, el hilo narrativo le viene dado; no es Ubre en la elección de sus materiales; hay demasiados muertos que le miran mientras está escribiendo.

Los libros no surgen de la nada. Se vivió antes que ellos. Y la historia de su surgimiento es mucho más larga que el tiempo que se tarda en escribirlos. Lo que se presenta como una ocurrencia, supuestamente chispa desencadenante de una marea narrativa, se anula a menudo por sí misma, cae en el olvido, pero llama a nuestra puerta con otra vestimenta, se revela después del primer análisis una especulación hermosa, pero improductiva, y de pronto, porque ha ocurrido algo, porque las realidades se han modificado, se enciende de nuevo, y ahora, después de que hayan pasado años, pone en marcha un proceso de escritura en el que la ocurrencia de antaño ya no se limita a flotar, exquisita y como despegada, sino que encuentra con naturalidad su lugar, su época y su clima político; como mis últimos héroes, Fonty y Hoftaller, que se me pasaron por la cabeza hace diez años, muy lejos, en Calcuta, como una vaga idea. De repente, apenas cayó el muro, salieron a la luz paso a paso. Y sólo entonces pudo empezar el alegre esfuerzo de la escritura.

Pero de vez en cuando, cuando el corazón y la cabeza están vacíos de escritura, o en cuanto el ruido de la pugna literaria en mi país amenaza incluso con cruzar las fronteras de Dinamarca, me tomo vacaciones de estas presiones y me echo a un lado, en la espesura. Allí, en Ulfshaleskov, encuentro suficientes hayas que quieren ser llevadas al papel. Allí sólo cuenta el instante. No hay nada que recordar. No hay palabras que busquen su eco. Pero quedarse entre las hayas y su -como nos gustaría decir- "intemporal belleza" vuelve a ser una cuestión política que sólo puedo responder por escrito, aunque sea narrando prolijamente.

¿Un nuevo líbro? Quizá, si ha de ser. Pero eso significaría volver a cambiar de lugar de escritura, crear una distancia artificial de atril a atril. Tomar carrerilla desde muy lejos. Recuerdo haber escrito-en el sur, a la vista de unas montañas titilantes por el calor, que me decían poco- sobre el Báltico helado por el constante frío sudando, porque escribir es un esfuerzo. Esa libertad, que me es tan querida y a la vez impuesta, permite al autor -con independencia del lugar en el que el manuscrito yace abierto- seguir sus obsesiones, conjurar objetos desaparecidos, paisajes, la mayoría perdidos, y rodearse de homúnculos. Hombres en los que el autor está atomizado, en cuyas historias se disuelve y en los que su yo, ese tipo descarado, se encoge hasta apenas poder ser reconocido, o serlo en todo caso gracias a caprichos estilísticos. Este juego del escondite, ingenioso y que no descuida nada, es de gran ayuda. ¿Dónde se oculta el autor? Naturalmente, en el detalle. ¿Pero en cuál? ¿Quién es aquí el que cuenta? ¿Y con, permiso de quién? Hay que pensar mucho ante este jeroglífico. Se podría esperar que el yo se marchara por fin; que ya no se le pudiera localizar, herir, si no fuera por esos notorios sabuesos profesionales que creen oír al autor en una de cada dos subordinadas y que hace mucho que han pinchado su yo y lo han encerrado en cajitas junto a otras mariposas.

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