_
_
_
_
Reportaje:PLAZA MENOR - MANUEL BECERRA

Duelos y alegrías

Los bancos y los bingos se enseñorean de la plaza de Manuel Becerra, templos paganos consagrados al culto del dinero en sus más extremas, contrapuestas y complementarias advocaciones, iglesias del ahorro y el despilfarro, de la previsión y del azar, que intercambian sus flujos en una transacción continua que enlaza el cajero automático, engañoso dispensador de créditos, con el expolio sistemático de los cartones de la suerte.Esta plaza, desvertebrada y minada por toda clase de obstáculos mobiliarios, disgregada en isletas y parterres, se llamó primero de La Alegría, a despecho de que en ella se despidieran tradicionalmente los duelos del cementerio del Este, fúnebres y animados cortejos cuyos integrantes solían dispersarse por los ventorros y merenderos de la zona para ahogar en vino sus penas y recuperar los líquidos derramados en lágrimas. De La Alegría se llamaba el ventorrillo más célebre de la zona, que acabó dando paradójico nombre a este lugar en el que medraban los tenderetes de las vendedoras de flores mortuorias entre el espeso tráfago de los autobuses y los automóviles que acompañaban a los finados en su último trayecto urbano. No eran los únicos duelos de la alegre plaza: en los jardines de una quinta colindante, la quinta de Nogueras o de los leones, dirimían los suyos, a punta de florete, espadachines, tiquismiquis, desafiantes y desafiados por un quítame allá esas briznas de honor, inconsútil y delicadísima tela que podía rasgarse con un suspiro a destiempo. Hubo una época en la que los periódicos madrileños estuvieron dirigidos por magníficos espadachines, llamados para batirse en nombre de sus críticos teatrales y de sus comentaristas políticos, puestos de trabajo que, hasta que se tomó la bizarra iniciativa de contratar a un primer espada para la dirección, resultaban difíciles de cubrir, sobre todo cuando el candidato a la vacante conocía el trágico destino de su antecesores caídos en, el campo del honor. Hoy, la quinta de los duelistas se llama parque Eva Duarte de Perón, y los únicos desafíos tolerados se producen entre hombre y toros en la cercana plaza de Las Ventas, cuyos fastos siguen contagiando a esta hermana suya, tan castiza como ella aunque dedicada a la memoria de un político gallego, republicano y revolucionario al que ni su larga estancia en la corte ni su frecuente paso por las tribunas del Congreso le hicieran perder su inconfundible acento, que nunca fue cortapisa para que sus incendiarios discursos prendieran en el pueblo de Madrid, que defendió su vida en: las barricadas cuando fue condenado a muerte con Castelar y Sagasta en 1866, y reivindicó su nombre dándoselo luego a esta plaza. Republicano y liberal, masonazo seguro, debieron pensar los crasos recalificadores del callejero madrileño de la última posguerra que borraron el nombre de Manuel Becerra de las placas, aunque no de lamemoria de los madrileños, que ignoraron la nueva toponimia y nunca llegaron a llamarla plaza de Roma, probable homenaje de los vencedores al fascio redentor de la Italia de Mussolini. Tras el largo paréntesis romano, ha vuelto Manuel Becerra donde solía. Del talante personal de este prócer gallego en sus mejores momentos da fe un suceso que recoge el curioso cronista Pedro de Répide, y que podría resumirse así: paseábase un día Manuel Becerra por el Retiro cuando entró con republicana indiferencia en la zona reservada al recreo particular de la realeza.

Embozado y absorto, casi tropezó el político con una mayestática amazona que tuvo que cambiar el rumbo de su caballería para no atropellarle. Llamóle entonces la atención el palafrenero que acompañaba a la real hembra, achacando a un despiste del paseante el que ni siquiera hubiese saludado a su dueña, y señalando con el índice a la figura ecuestre advirtió: "Su Majestad la Reina", a lo que respondió el interpelado desembozándose y señalándose a sí mismo: "Manuel Becerra".No fue tan gallarda posteriormente la postura del político liberal, que tras abdicar de algunas de sus ideas llegó a ser ministro de Ultramar con la regencia y corresponsable, más por inercia que por inepcia, de los desastres de Cuba y Filipinas.

Las necesidades del tráfico rodado, que a juicio de los ediles de la urbe priman sobre las de sus ciudadanos de a pie, no permiten desde hace tiempo grandes monumentos centrados en las encrucijadas conflictivas, donde a lo más mal viven diminutos y maltratados parterres. Antes de que los auto móviles dominaran la tierra, residió en esta plaza el obelisco de la Fuente Castellana, monumento erigido por suscripción pópular para conmemorar el nacimiento de Isabel II. Cuando vinieron los solícitos cortesanos doblegando el espinazo para comunicarle a Fernando VII la fe liz iniciativa del monumento popular, el indeseable deseado, que ese día se las daba de Carlos III, se descolgó advirtiendo que el monumento no debía ser meramente decorativo, sino también útil y beneficioso para el pueblo, que tuvo que apoquinar un poco más para ponerle una fuente y un estanque al obelisco, cuyo primer emplazamiento estuvo en la Castellana, de donde fue desplazado, en justa venganza histórica, por otro monumento, también de suscripción pública, pero con mayor arraigo: el dedicado a don Emilio Castelar. El obelisco se convirtió así en uno de esos monumentos fantasmas que aparecen y desaparecen como espejismos aquí y allá en tiempo de mudanzas. De la Castellana, el obelisco de Isabel fue a dar con sus piedras en dominios del republicano Becerra, el mismo que en sus años más vehementes le negó el saludo en el Retiro. Ahora el monumento creo que descansa en paz y buenas perspectivas en un flamante parque junto al Manzanares, cerca de los antiguos mataderos, en su esplendor acuático y anónimo, pues aunque la obra de Mariátegui aún suscite comentarios elogiosos, se ha perdido la memoria de sus reales y bautismales orígenes.

Junto a la entrada del parque Eva Duarte de Perón se alza la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Covadonga, representada en un sencillo azulejo sobre la anodina fachada. En el parque suele funcionar una terraza de verano, heredera de los frescos ventorros cuyo ambiente desgarrado y popular glosara con tremebundo realismo el pintor Gutiérrez Solana.

El edificio más notable de la plaza de Manuel Becerra sigue siendo, con sus andamios y su abandono, el del cine Universal, que luego fuese nocturno coliseo de las movidas rockeras, un público más bullicioso y alegre que el de los bingueros, una clientela que debe echar de menos el barcafetería Tuxpan, con su patinado mural sobre la barra y sus remíniscencias mexicanas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_