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MASTER DE AUGUSTA

Míster golf

Norman, pese a la derrota, simboliza su deporte como nadie

Carlos Arribas

A Greg Norman, de 41 años, se le ve casi siempre solo. La vida social del circuito no le llama a sus cenas o a sus rondas de copas después de los partidos. Es por envidia, dicen unos, sus familiares. Es por timidez, dicen los jóvenes que no se atreven a darle ni los buenos días. Es que en una mesa donde se sientan Norman y su ego no hay sitio para nadie más, dice la mayoría. Ni siquiera se habla con su padre, que sigue viviendo en Queensland (Australia) y que nunca ha reconocido los méritos de su hijo. Nunca aprobó que se hiciera profesional del golf. El gran tiburón blanco es un ogro egocéntrico que despierta celos por su riqueza, su apostura y su saber vivir. Nadie es como Norman y, sin embargo, el golfista australiano es el arquetipo. Nadie como Norman simboliza lo que algunos han sido y lo que casi todos querrían ser. El es el golf, como Jordan es el baloncesto o Lewis el atletismo. Poseen el gran secreto de cómo convertir la habilidad y la imagen en negocio.Cuando Norman emigró al circuito americano, en 1984, un veterano as local le dijo durante el primer torneo que disputó: Hijo mío, aquí no vas a lograr nada, así que mueve el culo y lárgate. Doce años después, Norman -autoapodado el gran tiburón blanco por su amor a la caza del escualo- es el orgullo del circuito. Tiene una mansión en Florida con vistas a su campo de golf privado. Ha ganado 15 torneos en los años que lleva en Estados Unidos y, lo que más le gusta, establece año tras año récords de ganancias, la tabla por lo que todo se regula en el país del dólar. Norman lleva un total acumulado de 10 millones de dólares ( unos 1.250 millones de pesetas) en ganancias desde aquel lejano 1984. Cantidad que se queda en nada comparada con sus ganancias publicitarias -Norman no usan nada que no lleve su nombre: desde las zapatillas hasta el helicóptero, excepto su espectacular Chevrolet Suburban, una mezcla de todoterreno y Espace-, calculadas en unos 1.000 millones de pesetas anuales. Si el aire se pudiera vender, Norman lo anunciaría, dicen. Con la venta de sus acciones en los palos Cobra, Norman se embolsó 38 millones de dólares (unos 4.800 millones de pesetas); cobra un millón de dólares por diseñar un campo de golf, 300.000, por dejarse ver en algún torneo de segundo orden. Como si calculara en dólares el valor de cada putt. El dinero es su única medida.

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Faldo se le atraganta a Norman

Norman es un exhibicionista que ha convertido su apodo en una marca comercial. Le gusta gastar a manos llenas. Quizás es la única manera que ha tenido de ser aceptado en Estados Unidos, lo que ha sido su mayor lucha. "Y yo que pensaba que sería fácil", dice. Es rico y valiente y quiere que todos lo sepan. Invita a los periodistas a que le fotografíen dando de comer a los tiburones encerrado en una jaula sumergida, o pilotando un F-14, o les asusta llevando su helicóptero a más de 300 por hora a ras de agua; o les cuenta cómo un día, a mitad de un torneo, cogió su avión privado y se fue a ver a su hija de 13 años jugar un partido de fútbol; o les abre la puerta de su garaje, al lado del amarradero donde está su barco de 30 metros, para que admiren sus dos Harley Davidson, sus seis Suburban, su Mercedes y sus seis o siete -no sabe cuántos con exactitud- Ferraris.

Norman necesita vivir la vida al 101% y exige a los demás que sean como él. Quiere hacerlo todo, cuanto más espectacular mejor, y hacerlo mejor que nadie. Necesita marcarse objetivos cada vez más difíciles para poder sentirse vivo. Porque quería ser el nuevo Jack Nicklaus -el mejor jugador de la historia- y se quedó en Arnold Palmer -el primer golfista que supo enlazar como nadie deporte y negocios- Quizás el haber perdido esta chaqueta verde le ayude a ganarse un hueco en el corazón de la gente.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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