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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Robin Hood y los alegres compadres

Mario Vargas Llosa

Ocho siglos después, a las puertas del siglo XXI, el Sheriff (Gobernador) y los notables de Nottingham tratan todavía de derrotar a Robin Hood. Hace pocos días, el Presidente Roy Greensmith y su Concejo municipal en pleno, que domina el Partido Laborista, hicieron público un proyecto, diseñado por un consorcio de hombres de negocios y profesionales llamado Nottingham First y apoyado por los sindicatos, para reemplazar al famoso ladrón que robaba a los ricos y repartía el botín entre los pobres, símbolo y emblema de la ciudad, por otro, más acorde con los vientos políticos actuales y que sobresalte menos a los directivos de las trasnacionales japonesas, alemanas o estadounidenses a las que las fuerzas vivas tratan de atraer a esta progresista ciudad.Cuatro agencias de publicidad han sido contratadas para fraguar un nuevo distintivo que presente a Nottingham casada con la ley, no con un bandido, y mirando al futuro, a la revolución tecnológica y celebrando como una hazaña local, por ejemplo, el que Boot's, la gran empresa farmacéutica, tenga allí su matriz, y no los asaltos y pillerías perpetrados en el remoto pasado medieval, en los meandros del bosque de Sherwood, por un fuera de la ley y una banda de facinerosos que llevaba su jactancia al extremo de autobautizarse los 'alegres compadres'. (los Merry Men). Una campaña se ha iniciado a fin de persuadir a la opinión pública de que Robin de los Bosques es un motivo de vergüenza, no de orgullo, para la ciudad. Bob White, el dinámico director de asuntos económicos de Nottingham, lo ha explicado con abrumadora sensatez: "Cuando voy a Alemania y trato de vender esta tierra a una gran empresa eléctrica, mis interlocutores descubren a nuestro prototipo, Robin Hood, piensan en políticas redistributivas y se ponen muy nerviosos".

Aunque mis principios y convicciones liberales le dan toda la razón, mi fantasía y mis amores están con el bandido y pronostico que también esta vez derrotará al Sheriff y a la alianza de Tories, Laboristas, Empresarios y Sindicalistas conjurados contra él y que Robin, el hijo del humilde molinero de Loxley, seguirá perpetrando sus fechorías en la espesa Sherwood Forest, escondiéndose cada noche en el Gran Roble secular (al que, por supuesto, he llegado también en peregrinación reverente, como el millón y medio de turistas que visitan la ciudad cada año atraídos sobre todo por la leyenda de Robin), secundado por los alegres compadres y siempre fiel a su amada Marion, la doncella sin mácula. Mi pronóstico se apoya en razones pragmáticas y en consideraciones teóricas que pueden parecer risueñas pero son tan serias como Drácula.

El mercado funciona no sólo de acuerdo al sentido común, como creen los notables de Nottingham; también asimila y saca partido a las leyendas y a los héroes de la fantasía y prueba de ello es que, apenas enterados de la movilización en aquella ciudad contra Robin Hood, otras tierras y lugares de Inglaterra tratan ahora de apropiarse del célebre justiciero social, por amor a la tradición, sin duda, pero también -y me temo que sobre todo- para arrebatarle a Nottingham la corriente turística que por allí discurre atraída por la fama del salteador. Esto no es difícil porque como el personaje y sus hazañas están más dentro de la fantasía que de la historia, hay un ancho margen para la manipulación de datos y anécdotas que se, le atribuyen. El Ayuntamiento de Lincoln ha hecho saber que iniciará muy pronto una operación publicitaria para dar a conocer los vínculos de Robin de los Bosques con esta localidad, donde se tejió y tiñó la túnica que vestía y donde, además, llevó a cabo sus proezas, pues ¿no era acaso el Sendero de Fosse su lugar preferido para las emboscadas? Y, de otro lado, ¿no se encuentra en la catedral de Lincoln uno de los más antiguos documentos que atestigua la vinculación de Robin con Sherwood Forest?

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Por su parte, un grupo de historiadores ha resucitado una vieja polémica alegando que, en realidad, Robin Hood fue un vecino de Yorkshire del que Nottingham se apropió cínicamente ya muy avanzada la Edad Media. Y que lo demuestra el que un puñado de baladas de la Edad Oscura, la más antigua referencia a su figura, precise de manera inequívoca que sus robos se efectuaron siempre en o en torno a Wentbridge. Como era previsible, todo esto ha puesto en estado de pánico a las agencias de turismo de Nottingham, las que ya se baten sin cuartel en defensa de Robin, el prohombre que explotan a fondo (muy conscientes de que el segundo motivo de atracción turístico de la ciudad, las paganas ceremonias sexuales de Lady Chatterley, otra heroína local, no será capaz de reemplazarlo). Margaret Tillson, directora de turismo, ha exhortado a los vecinos a manifestarse a favor del comprovinciano que, con su arco, su carcaj de flechas, sus calzas de paño verde y su emplumada gorrita (así era al menos el Robin Hood-Douglas Fairbanks Jr. de mi infancia) y su precoz manera de practicar la redistribución socialista de la riqueza, puso a Nottingham en el mapa de los grandes personajes míticos del mundo. Ni que decir que este asunto alimenta desde hace unos días la sección más creativa de la prensa británica (las Cartas al Director) con una polémica que yo sigo, convencido, hoy más que nunca, de que no hay zoológico ni parque de atracciones en el globo terrestre capaz de competir con los sorprendentes especímenes y originalidades que produce Albión.

Pero, más que por los movimientos del mercado, el Sheriff y los notables perderán esta guerra porque, aunque sus ideas son acertadas y era Robin quien erraba, éste es un mito y nunca en la historia de la humanidad los mitos han sido demolidos con argumentos racionales, apelando a la inteligencia de la gente. Los mitos sólo mueren cuando se agostan las raíces que los nutren y ya no sirven para explicar o aplacar aquellos miedos, vacíos, sueños y esperanzas que los generaron. La vigorosa personalidad de Robin de los Bosques está perennizada no tanto por la rica imaginería que en torno a ella ha ido tejiendo el tiempo, sino porque se apoya en acendrados atributos de la especie humana (el resentimiento y la envidia) y en un prejuicio tenaz -el odio al rico- al que la tradición cristiana santificó bíblicamente, explicando que sería más difícil al hombre de fortuna entrar en el cielo que a un camello pasar por el ojo de una aguja, y que legitimaron todas las doctrinas colectivistas haciendo de aquél un epifenómeno de la explotación, el abuso, el privilegio y la causa primordial ¿le la pobreza.

Robin Hood es bueno por que roba a los ricos y distribuye lo que roba entre los pobres. Los supuestos de su historia son que el rico lo es, siempre, porque su fortuna es mal habida, hija de la violencia, del despojo, del lucro innoble, y que los pobres son pobres porque el es rico, ya que al tener lo que tiene ha privado a los demás de lo que les era debido. Aunque actúe en contra de la ley, Robin Hood está absuelto por la moral, ya que roba en nombre de un ideal más alto que el de la mera justicia reglamentada: un mundo sin ricos y sin pobres, una sociedad igualitaria. Aunque el simplismo de esta tesis se haya hecho patente mil veces y la realidad social y económica la desbarate por doquier, ella está tan profundamente arraigada en nuestra cultura (¿acaso sería más justo decir en la psiquis y las entrañas humanas?) que, aunque racionalmente los dirigentes políticos, los pensadores y la mujer y el hombre comunes la maticen y digan no compartirla del todo la verdad es que, constantemente, tenemos pruebas inequívocas de que la sociedad en la que vivimos sigue profesándola y que el supuesto más compartido es el de que, mientras no se demuestre lo contrario, todo rico es un abyecto explotador o un pillo con éxito, y que, puestos a elegir, entre un rico y un ladrón preferimos al ladrón (por lo menos como un mal menor). Y la razón es muy sencilla: hemos sido educados en la convicción de que la riqueza es un desvalor (un pecado, un delito contra la solidaridad humana) y la pobreza un valor ético y social.

En teoría, al menos, nadie -o, digamos, sólo muy pocos- niega que, junto al rico pillo, pueda existir el rico 'bueno', que gestó su fortuna dentro de la ley y la moral, y que ella sea obra de su esfuerzo, visión e ingenio o genialidad. Pero, en la práctica -sobre todo en la práctica política-, muy pocos se atreven a admitirlo porque saben que se trata de una verdad tremendamente impopular. Y la prueba es que no hay campaña electoral en que los partidos y líderes en pugna no traten de desacreditar al adversario presentándolo como el "candidato o el partido de los ricos". Y, en efecto, aparecer como tal, desprestigia y hace perder votos en una sociedad cuyo subconsciente identifica la fortuna con el privilegio, el atropello y el abuso.

Que esta extendida creencia tenga un asidero real en países como los iberoamericanos y que en ellos, en efecto, muchas fortunas se hayan fraguado violentando la ley, por obra de tráficos innobles, es desde luego ciertísimo. Pero lo es, sobre todo, porque en esas sociedades reina aún ese prejuicio ético contra la riqueza en general y contra el rico en particular, lo que ha permitido la creación de un sistema profundamente corruptor e intervencionista, basado en el supuesto empeño de 'defender a los pobres contra los ricos', lo que, en la práctica, se traduce en un Estado redistribuidor de privilegios, es decir, una sociedad en la que resulta difícil, y a veces imposible, tener éxito económico sin recibir dádivas y beneficios indebidos de quienes gobiernan y donde el camino más rápido para que un individuo salga de pobre es el tráfico de influencias. En cambio, las sociedades donde la creación de la riqueza por parte de los particulares ha sido aceptada como lo que es, el motor del progreso, la fuente del empleo, del desarrollo de la técnica y el avance de la ciencia, de la elevación de los niveles de vida -en otras palabras, la única manera realista de combatir la pobreza-, y donde se ve la riqueza privada no como una tara moral sino como un mérito social, es donde resulta más infrecuente y difícil que el rico lo sea en razón del privilegio y lo normal que las grandes fortunas resulten el beneficio de una inversión rentable al conjunto de la comunidad. Esas sociedades que saben diferenciar entre el rico y el ladrón, y que se empeñan en acabar con éste y no con aquél, sin complejos de inferioridad respecto a la riqueza bien habida, y que han superado el prejuicio cristiano y colectivista que hace de la pobreza un valor per se, son muy pocas. Pero son ellas las que han alcanzado las formas más elevadas de existencia y las que están a la vanguardia de la civilización.

Nuestros países están todavía muy lejos de ellas y acaso no las alcancemos nunca. Porque nuestro romanticismo difícilmente nos hará admitir que, si hay que entronizar héroes en nuestro tiempo, en vez de los émulos contemporáneos de Robin Hood y sus alegres compadres, empeñados en esquilmar a los ricos con el cuento de mejorar la condición de los pobres, es preferible admirar a un Richard Brandson (gracias al cual, en buena parte, se ha universalizado el viaje en avión para gentes de medianos ingresos) o al financista Georges Soros (un verdadero Robin Hood que, sin asaltar caminos, gasta dos tercios de su cuantiosa fortuna en fomentar la cultura democrática en los países ex comunistas de Europa Central) o Bill Gates, el genio de la informática gracias al cual la revolución tecnológica de nuestro tiempo ha dado un nuevo salto de gigante. Pero ésas son razones para la razón, que el corazón y las tripas no entienden, y son éstas las que aún gobiernan nuestra vida pública. Para nosotros, un Brandson, un Soros o un Bill Gates serán siempre sospechosos, porque tienen lo que no tenemos. En cambio, el apuesto y magnífico truhán, Robin Hood de los Bosques, no. Él nos desagravia de nuestro subdesarrollo y consuela de nuestros fracasos, anestesiándonos con la filosofía de que en este mundo de pícaros la riqueza no se crea, sólo se roba, y, por lo tanto, el ladrón que roba a los ladrones es un redentor social.

Copyright Mario Vargas Llosa 1996.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1996.

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