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Increíbles 88 años

En los últimos años, por estas fechas, Pedro Laín Entralgo viene dando un curso de conferencias, organizado por el Colegio Libre de Eméritos, sobre algún tema de humanidades. Y todos los años nos asombra por la lozanía de su pensamiento, la plenitud de su palabra y el volumen de su sabiduría. En esta ocasión ha dedicado sus lecciones a Dieciséis relecturas de textos insignes de la cultura occidental, exponiéndolos con una maestría indigna -diríamos- de sus 88 años que lleva como si fuera un muchacho. "El título de este curso", decía en el prospecto anunciador, "podría llevar como subtítulo Ejercicios de senectud. Creo, en efecto, que uno de los deberes de la vejez... ha de ser la relectura de textos importantes que acaso con insuficiente madurez se leyeron -se mal leyeron tantas veces- en las edades anteriores". Las edades del hombre van jalonando su existencia desde los años de la juventud en que todo se cree posible y atractivo, los años de madurez en que se comienza a dominar la vida y se intenta realizar, con uno u otro éxito, los proyectos que cada cual imaginó, y la vejez en que el desánimo y la melancolía invaden el alma. Pero si Laín no alberga ya ni la ingenuidad ni las ilusiones de su mocedad, sigue siendo un hombre lleno de proyectos y actividades, de tal modo que su senectud, plena de ánimo, escasa de melancolía y con sabrosa experiencia del mundo y del prójimo, es en realidad una vida madura felizmente prolongada. Buena prueba de ello es que en Laín no asoma casi la ironía en que suele desembocar, en la gente provecta, la alegría de la juventud.

Leer un libro es dejar que la intimidad de un autor llegue a la intimidad de un lector, una forma de plena convivencia, a veces airada cuando no gusta el libro al que lo lee. Hoy día también se pueden leer las páginas de un libro en la pantalla del ordenador pero, cuando se trata de poesía o literatura, el encanto se malogra. Virginia Woolf opinaba que un libro hay que leerlo dos veces: "La primera", cuenta Fosters, "lo hacía como un arcángel, entregando todo lo que ella era, sin reservas, al autor. La segunda, haciendo de Mefistófeles, trataba con severidad al autor sin dejarle pasar nada que no pudiera justificarse".

Pero el libro puede conocerse sin leerlo uno mismo, oyendo, en disco o en cassette, la lectura que hace de él un actor o un recitador de hermosa dicción. Es un procedimiento menor que experimenté por vez primera escuchando a Gérard Philippe leer en voz alta esa maravilla de La cartuja de Parma; la verdad es que me fue difícil reconocer a la atractiva Sanseverina con la que me había entusiasmado antes leyendo por mí mismo la novela de Stendhal. Y como último remedio, si llega la dictadura total como la imaginada por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451, habría que aprenderse los textos de memoria antes de su quema. Uno de los personajes, por cierto, se sabe así La rebelión de las masas y otras obras del mismo autor.

Pienso que Laín hizo un viaje en tomo a su biblioteca para recordar los libros que había leído y vio que algunos empezaban a en emitir destellos como invitándole a que los releyera. Pero eran demasiados los que iban a invadir su mesa y decidió elegir los 16 que necesitaba de forma que abarcasen la curva del pensamiento -no sólo filosófico- de la humanidad desde los griegos hasta nuestros días, desde Empédocles hasta Ortega y Zubiri. Esas relecturas de Laín no son, claro, lecturas para nosotros, sus oyentes. Laín nos los cuenta, principiando por darnos las coordenadas de lugar y de tiempo en que vivieron sus autores, y su diapasón vital. Esa semblanza le permite poner al libro en suerte y explicar, en acertada síntesis, su propósito y contenido.

A Empédocles no le bastaba con ser rey en Agrigento. Quería ser casi un semidiós. Viajó por Sicilia y el Peloponeso, donde parece que murió. Sólo se conservan fragmentos de sus poemas por los cuales sabemos que fue el primero en afirmar que el aire, el fuego, el agua y la tierra son las raíces eternas de todas las cosas y que el movimiento se engendra por el odio que separa lo unido por el amor. Creía en la transmigración de las almas y afirmó de sí mismo: "Yo he sido en otro tiempo un muchacho y muchacha, un arbusto y un ave, y un pez mudo en el mar".

A Demócrito, el último de los presocráticos, debemos el concepto de átomo -lo no divisible- que, a pesar de las numerosas partículas que ha descubierto en su seno después la física, sigue siendo valedero al continuar buscándose la partícula elemental. Y descubrió el vacío, que es el no ser, al que llamó espacio. De este modo, Demócrito fue el primer materialista.

Timeo o de la naturaleza es uno de los diálogos que escribió Platón en la vejez, que empezaba entonces a los 60 años. Timeo, "que ha hecho de la naturaleza del universo su principal estudio, debía hablar el primero para llegar a la naturaleza del hombre". Y en conversación con sus amigos Sócrates, Hermócrates y Critias da una primera explicación del cuerpo humano, de la finalidad de los sentidos y, en cierto modo, expone la primera patología.

Aristóteles se ocupa de la naturaleza en muchos de sus libros y se le puede considerar como el descubridor de lo orgánico, en el que certeramente ve que "el todo" es antes que Ias partes", esto es, que hay una dependencia entre la forma y el fin. Es la entelequia. No nos dijo Laín -quizá porque había muchas damas entre su auditorio- que, para el mayor filósofo de todos los tiempos, las disposiciones orgánicas no han alcanzado pleno desarrollo en el sexo femenino y representan una especie de mutilación. ¡Qué gran error!

Cuánto sentí que el conferenciante no dedicase más de un día a san Agustín. Este hombre fronterizo entre lo antiguo y lo moderno, que ha vivido a fondo el paganismo y se ha conmovido con la revelación del cristianismo, que está en el quicio de la crisis del mundo antiguo, interesa mucho al hombre actual que sufre desgarramientos semejantes. Es, además, el descubridor de la intimidad de la persona: por eso escribió Las confesiones, un libro ejemplar que Laín comentó con fruición.

Dejemos a Tomás de Aquino y a Rogelio Bacon, que significan, respectivamente, la cima y la apertura a la naturaleza del pensamiento medieval, para llegar cuanto antes a Descartes, donde respiramos mejor porque en él se inicia la aventura de la modernidad. Su Tratado del hombre comienza con un 'Tratado del mundo'. Descartes está fascinado por las máquinas -y con los autómatas de su época- y ve el cosmos como un inmenso mecanismo. Así también el cuerpo del hombre, aunque la materia por sí misma no tenga potencia y necesite -diríamos- que Dios le eche una mano.

No pude asistir la tarde en que habló de Leibniz y de sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, de modo que lo abandono y entro directamente en el sagrado recinto de Kant. Del filósofo de Königsberg eligió Laín un libro menor, dentro de su ingente obra, Antropología en sentido pragmático, un libro de filosofía para el hombre culto que medita sobre cosas de la vida cotidiana. Para él, por ejemplo, una de las cimas del arte de vivir es una buena comida en buena compañía, donde se hable de algo que no humille la posible ig

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Increíbles 88 años

Viene de la página anteriornorancia de alguno de los comensales, el número de los cuales deber ser mayor que el de las gracias y menor que el de la musas. Y recordó Laín una frase de don Eugenio D'Ors, "las águilas también cazan moscas", para justificar que Kant escribiese un libro tan liviano.

De pronto entró. en el curso el siglo XIX en la figura venerable del naturalista Darwin, con uno de los libros que. ha producido mayor impacto y polémicas más vivas en la sociedad occidental: El origen de las especies. Darwin fue consciente de las repercusiones que iban a tener sus heterodoxos descubrimientos en la sociedad tradicional de su tiempo y en su amada esposa, Emma, mujer muy religiosa. Existe una carta en que ella le expresa su amor, y su preocupación, a la que el mismo Darwin agregó está apostilla: "Cuando yo haya muerto, debes saber que muchas veces he besado y llorado encima de tus palabras".

La evolución creadora, de Bergson, nos sirvió para recorrer el pensamiento de este filósofo francés, excelente escritor por añadidura, que con sus conceptos de élan vital y de la durée, trató de llegar, sin alcanzarla, a la idea de la vida. La lección que estaba prevista sobre Planck se convirtió en una preciosa semblanza de Einstein porque el conferenciante confesó que había extraviado los papeles sobre el autor de la teoría de los quanta de acción. Y habló del "otro Einstein", el que procuró llegar con su ciencia y su persona a todo lugar en que hubiera una necesidad humana". Para hablar de Max Scheler, el "embriagado de esencias", como lo calificó Ortega, buscó El puesto del hombre en el cosmos, donde indaga sobre las diferencias esenciales entre el hombre y el animal: objetivación del mundo, vivir la libertad y tener conciencia de sí mismo. Laín recordó que el hombre para Nietzsche "era el animal capaz de prometer".

He dejado para lo último, aunque fueron expuestos en su lugar cronológico, a los tres pensadores españoles destacados por Laín: Unamuno, Ortega y Zubiri. Fueron, sin duda, los más preclaros de sus generaciones respectivas: Unamuno, de la llamada del 98, junto a Baroja, Valle-Inclán, etcétera; Ortega, de la llamada del 14, con Américo Castro, Azaña, Marañón, etcétera; y Zubiri, de la denominada del 27, con sus grandes poetas y escritores. De Unamuno comentó En torno al casticismo, su primer libro, publicado en 1895 por el entonces joven catedrático de griego en Salamanca, donde combate el falso patriotismo. De Ortega eligió En torno a Galileo, un esquema de las crisis históricas cuando el mundo en que se vive se viene abajo porque el hombre ha perdido la fe en las creencias que lo sustentaban, como aquel marinero de Plutarco -citó Laín- que al acercarse su barco a tierra oye una voz tremenda gritando: "Ha muerto el Gran Pan". El libro de Zubiri Estructura dinámica de la realidad completa el tríptico de su filosofía, y en él se plantea la evolución y el cambio de las cosas. Y los elogió en conjunto, al concluir su curso, diciendo que "son la cima de la filosofía española y no entiendo cómo pueden los intelectuales más jóvenes seguir pensando sin partir de ellos".

Creo haber dado en las líneas anteriores al menos la fisonomía de este nuevo y espléndido curso de Pedro Laín, con el mérito y defecto de todo artículo: la brevedad. Y abrigo la esperanza de que los que no pudieron asistir puedan leerlo, como ha ocurrido con sus cursos anteriores, en las bellas ediciones que hace Heinz Meinke, director del Círculo de Lectores, en su Galaxia Gutemberg.

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