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Tribuna
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Nuestra democracia parlamentaria

Intentar construir el futuro sobre los enconos del inmediato pasado es ir derechos al fracaso y quizás a la tragedia. Si no olvidamos lo antes posible las insensateces que los unos y los otros han dicho y hecho desde la campaña electoral de 1993, por lo menos quizás se logren acuerdos, pero no la confianza y la lealtad entre quienes los conciertan; es decir, sólo apariencias sobre las que nada serio puede levantarse. Pero no es de esta verdad trivial de la que pretendía hablar, sino de otras verdades, igualmente triviales, pero también igualmente importantes e igualmente olvidadas. No del ánimo con el que se ha de ir a los acuerdos, sino de sus condiciones y su ritmo.Comencemos por esto último. Con contadísimas excepciones (quizás la de Miguel Herrero no sea la única, pero no conozco otras), todos cuantos opinan sobre el asunto, políticos o periodistas, parecen dar por supuesto que hay que darse mucha prisa, que todo retraso es malo e incluso que, por así decir, tenemos los días contados. Tan precisamente contados que el señor Pujol, a quien habría que suponer mejor conocedor de nuestras instituciones, ha llegado a afirmar que no descarta la celebración de nuevas elecciones en el primer domingo de agosto. Por fortuna, esta idea de que el tiempo disponible está constitucionalmente tasado y concluye en agosto es, sin embargo, un error grosero. Es verdad que la Constitución dispone la convocatoria de nuevas elecciones si en los dos meses que siguen a la primera votación de investidura los señores diputados no han logrado ponerse de acuerdo para elegir un nuevo presidente de Gobierno. Es un mecanismo automático y como todo automatismo discutible, pero sería un puro disparate si la puesta en marcha del ingenio, el encendido de la mecha que ha de hacer explotar la bomba, no fuese un acto perfectamente libre de quienes han de realizarlo, que pueden, en consecuencia, tomarse todo el tiempo que juzguen necesario. Los dos meses se cuentan a partir del momento en el que fracasa la primera votación de investidura, pero ni el Rey tiene felizmente plazo alguno para proponer un candidato ni, una vez recibida la propuesta, el presidente del Congreso lo tiene para convocar la sesión en la que ha de producirse esa votación. Naturalmente la libertad de maniobra de la que esté último dispone no es muy grande, pero el Rey puede (y a mi juicio debe) demorar su decisión el tiempo necesario para asegurar en lo posible que ni su propuesta es desautorizada por el voto de la mayoría de los diputados ni lleva a la formación de un Gobierno que no pueda gobernar con la continuidad y la firmeza indispensables para hacer frente a los problemas del país. Hasta ahora esa decisión era apenas una formalidad, pero antes o después habría de llegar el momento en que dejara de serlo y ya está aquí.

Naturalmente, en la fijación del momento, como en la elección de la persona, el jefe del Estado tiene que tomar en cuenta la opinión de los políticos a quienes constitucionalmente está obligado a escuchar, pero ni esas opiniones serán concordes ni, sobretodo en lo que se refiere a la fecha de la decisión, son los únicos elementos con los que ésta debe contar. Una crisis prolongada, a lo belga o lo italiano, que mantenga durante meses un Gobierno en funciones, sólo puede interesar a quienes de esa forma lograrían mantener, aunque fuese en precario, los cargos que disfrutan. La prolongación de la interinidad retrasa la adopción de una política definida y, como ahora se dice, envía un mensaje de inseguridad a los famosos mercados de los que realmente dependemos. Pero para el sentido común, mejor es retrasar el comienzo de una política que constituir un Gobierno incapaz de definir o dirigir ninguna o amenazado de caer en cuanto lo intente. No soy zahorí y no puedo adivinar, en consecuencia, cuál será la reacción de los mercados ante esa prolongación. Si no son seres numinosos de mentes inexcrutables, sino el resultado final de una serie de decisiones de agentes racionales, no creo que puedan considerar como muestra de debilidad el hecho de que los españoles, deliberadamente, nos propongamos tomarnos la cosas con calma para salir de una situación política difícil. Peor sería un retraso no deliberado, fruto sólo de la impotencia, e infinitamente peor una decisión de tente mientras cobro que permitiese la formación de Gobierno pero no la salida real de la situación creada.

Este propósito debería serle explicado también a los propios españoles, a quienes es necesario sacar del error en el que hasta ahora han vivido creyendo que es a ellos a quienes corresponde la elección del jefe del Ejecutivo, del presidente del Gobierno. Este error, enraizado en una (in)cultura política muy personalista y alentado por la práctica de partidos políticos decididamente caudillistas ha llevado incluso al disparate de sostener que los electores se sentirían traicionados si el presidente del Gobierno no fuera precisamente el que el partido al que votaron proponía como tal, o si éste no pusiera en práctica precisamente el programa que ofreció. Quizás sea así cuando un partido obtiene la mayoría absoluta, aunque lo ocurrido durante los últimos 14 años no permite pensar que los electores socialistas se hayan sentido traicionados por el glorioso episodio de la OTAN. Lo normal en un sistema parlamentario con sistema electoral proporcional y lo casi Inevitable en un sistema como el nuestro, en el que junto a los partidos nacionales hay partidos nacionalistas, es que ninguno de aquéllos, y muy especialmente los situados en el centro-derecha, consigan nunca esa mayoría. El Gobierno que puede formarse es el que la composición política del Congreso de los Diputados hace posible y su programa real el que para conseguirlo se trace. Ésas son las reglas del juego y a ellas han de atenerse los partidos como actores reales del proceso. Invocar frente a esa racionalidad del sistema la incomprensión de los respectivos militantes es anteponer el interés de partido al de la nación plural en que vivimos, y apelar a la lealtad para con los electores como obstáculo insalvable para hacer lo necesario es falsificar el sistema, o traicionarlo. Seguramente, el único Gobierno razonable es un Gobierno del Partido Popular; menos necesario, aunque sin duda deseable, es que ese Gobierno esté encabezado precisamente por el señor Aznar; decididamente injusto que se reprochen a aquél o a éste las modificaciones, por profundas que sean, que para conseguirlo hayan de introducir en su programa o sus actitudes. Tan injusto como el encastillamiento de los demás partidos en su negativa al voto positivo o la abstención para no traicionar a sus militantes o sus electores. De todos los partidos, no sólo de CiU o del PNV.

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Francisco Rubio LLorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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